La adolescente se dejó caer en el piso, arrugando el papel en sus manos. Faltaban dos semanas para que cumpliera los dieciocho y el regalo le había llegado totalmente inesperado.
Hizo una mueca ante ese pensamiento, se sentía un monstruo al pensar así. Pero, se acabaron las pesadillas, los miedos, el constante mirar por el hombro pensando que ella volvería y la arrancaría de su familia.
La noche anterior todos estuvieron pendientes de ella al escuchar la noticia, pensando en que se derrumbaría. Por eso se había escapado a la casita de su tía Lía, esa que habían remodelado para ser un refugio para ella, y para sus primos más adelante.
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Las letras se burlaban de ella. La prensa seguía refiriéndose a Adelaide como una heredera. Naya se sintió aliviada al saberlo. El monstruo de su niñez por fin había desaparecido. Y ella ahora era libre de vivir su vida como quisiera, empezando con dejar de fingir diariamente.
Porque, ella lo supo desde la más tierna infancia. Su verdugo se había hecho cargo de grabarle a fuego el conocimiento de que no era su hija, que su madre era una pobre mujer que fue lo suficientemente osada para ponerse en su camino, sin saber a quién se enfrentaba. Tenía cinco años cuando se lo gritó, rompiendo su pequeño corazón en pedazos. Todavía recordaba el tirón que le dio en el brazo cuando, en busca de consuelo, quiso correr hacia su padre, para que él le dijera que nada de lo que esa mujer le decía era verdad.
- Sabes, ella sigue respirando y lo seguirá haciendo hasta que a mí se me dé la gana. Con una llamada mía, puede desaparecer del mundo. ¿Eso quieres, Naya? ¿Qué tu mami desaparezca del mundo?
Las palabras seguían doliéndola tantos años después. Cuando su abuela empezó a hablarle sobre su tía Anya, se obligó a fingir, tanto como era capaz una niña, que no sabía que su tía era su mamá y que soñaba cada noche que ella vendría a buscarla.
Fue la persona más feliz en el mundo cuando le dijeron que finalmente la iba a conocer. Pero, el miedo siguió acompañándola, por eso nunca le dijo a nadie lo que sabía, esperando que fueran ellos los que lo hicieran. Lo seguía esperando.
Durante un año vivió con Anya en su cabaña, después vino a vivir con ellas su papá también. Naya nunca fue más feliz que en ese periodo, cuando empezaron a ser una familia. La familia que ella siempre anheló. Unos meses después nació su primer primo, el hijo de su tío Carlos y Lía, quienes seguían sin casarse, escandalizando el pueblo. Pero quienquiera que pasara diez minutos en su compañía, se daba cuenta de que se amaban como nadie.
Un año después, Max y Anya decidieron casarse en una ceremonia pequeña, con las personas más allegadas. Naya, con sus ocho años, fue la niña de las flores.
El otro bebé de los tíos llegó dos años después, una niña pelirroja como su madre, que a día de hoy era un terremoto imparable. Ya lo sabría Naya, que era la niñera designada. Fue entonces que ella empezó a desear un hermano también.
Se lo había dicho una vez a Anya, pero ella había empezado a llorar y pasó todo el día encerrada en su habitación. Ni siquiera Max, con su infinita paciencia, logró sacarla de ahí. A la mañana siguiente había salido fingiendo que no pasaba nada, pero Naya nunca más le mencionó el tema. Ella tenía a sus primos para jugar, no necesitaba a un hermano si iba a poner a Anya triste.
Ahora, años más tarde, entendía que ese deseo lo compartieron sus padres por muchos años, pero los tratamientos que le hicieron a Anya en la clínica habían dejado huellas en su cuerpo, huellas que le dificultaban el proceso.
Solo cinco años más tarde, fueron bendecidos. Anya dio a luz a una pequeña niña, a quien llamaron Lara. Fue entonces cuando se atrevió a llamarla mamá por primera vez con la excusa de que no quería confundir a su hermanita. Las lágrimas de Anya le mostraron que ella también había esperado ese momento con ansias, pero nunca quiso presionarla. La amó más por eso.
Y ahora ahí estaban, a dos semanas de su cumpleaños, cuando debía decidir qué hacer con la empresa familiar de la que era heredera. Anya quiso venderla de inmediato, ya que no se sentía capaz de hacerse cargo, pero Max la convenció de esperar a que Naya fuera lo suficientemente grande para tomar esa decisión. Era su legado, al fin y al cabo. Y ella aun no sabía qué hacer.
No quería esa obligación. Ella quería estudiar medicina, para ayudar a la gente, no ser la dueña de una empresa multimillonaria. Además, con la empresa de Max tomando vuelo y convirtiéndose en una marca conocida, no necesitaban de dinero precisamente.
Quizá la dejaría en las manos de Tamara y Fernando, que estaban haciendo un gran trabajo hasta entonces. O la vendería, como lo quería Anya.
- ¿Puedo pasar? – escuchó la voz de su madre, estaba parada en la puerta, sin entrar. Le gustaba que respetaran su refugio.
- Pasa. – dejo el periódico en el piso, a su lado. Anya se sentó, pero esperó antes de decir nada. Le estaba dando tiempo para desahogarse, lo sabía. – No logro sentir pena. – confesó finalmente, Anya no dijo nada. Ella era así, nunca la juzgaba, la escuchaba y después le daba su opinión, pero sin reproches. – Sabía que estaba encerrada y que no podía volver, pero el miedo seguía presente. Ahora, por fin me siento libre.
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Editado: 02.06.2021