Era un día ajetreado en la ciudad. Los preparativos para la fiesta de presentación de los candidatos a la alcaldía que tendría lugar esa misma noche mantenían ocupados a todos los habitantes de Cetiñe.
Naturalmente, el evento era mera formalidad, puesto que nadie se atrevía a postularse para el puesto y enfrentarse en una campaña contra el actual alcalde, Ramiro Sotomayor.
En Cetiñe, los Sotomayor eran el equivalente a la realeza. No existía en la historia de la ciudad un alcalde que no fuera Sotomayor, desde que se habían instalado en ese lugar y adquirieron la mayor parte de las tierras, tomando en sus manos casi todos los aspectos de la vida, se mantenían en lo más alto de la escalera social.
En palabras más simples, eran los dueños de la ciudad y de las vidas de todos sus habitantes.
Ramiro Sotomayor llegó a la silla del presidente con veinte años recién cumplidos, sellando así su destino. El próximo en ocuparla sería su primogénito y hasta que ese momento llegara él sería el hombre más poderoso de la ciudad.
La presentación tenía lugar en el club del pueblo, un edificio tan viejo como el nombre de la ciudad, que servía para todos los eventos importantes de la localidad; también como el lugar donde se reunían las familias más ricas para pasar las horas de ocio.
Ese día estaba cerrado al público, pero a nadie parecía importarle, porque todos estaban inmersos en los preparativos para la noche. Como si se tratara de un baile de una familia aristocrática de Inglaterra victoriana, se vestían en sus mejores galas y competían quien vestiría mejor, quien llevaría joyas más caras, quien llegaría de brazo de que joven soltero elegible.
Los Fuentes no eran parte de la aristocracia local, pero intentaban de impresionar a los demás como si lo fueran. Hacía años que habían comprado su entrada a esa vida de lujos y fiestas elegantes y aunque todo se fue al diablo cinco años atrás, los Sotomayor seguían teniéndolos en alta estima. Los errores de uno no podían influir en toda su familia, les había dicho Ramiro Sotomayor el día que su hija mayor vació las cuentas del alcalde y escapó sin dejar rastro.
Sabían que la benevolencia del hombre poco tenía con estima y respeto, él seguía esperando el regreso de la mujer que se atrevió a desafiarlo y tener a su familia a lado sería crucial en ese momento. Además de eso, los Fuentes tenían otra hija más joven que no sería un mal reemplazo para su hermana.
La ciudad estaba rodeada por montañas y en la colina más alta se levantaba la mansión de los Altamirano, una familia rica de los alrededores, competencia de los Sotomayor, que fueron desapareciendo uno a uno a lo largo de los años. De ellos solo quedaba una casa en ruinas, el único recordatorio de que un día había alguien que rivalizara a su poder.
Si los ciudadanos no estuvieran tan inmersos en sus actividades frívolas, habrían notado que, desde hacía días, la vieja casa era un barullo de actividad. Entre contratistas que iban y venían, que pasarán desapercibidos era un milagro. Un milagro que Milena Montréal agradecía.
Estaba parada en la terraza que daba a la ciudad en las faldas de la montaña, se veía tan pequeña desde ahí. Tan pequeña, tan inocente. Nadie se imaginaría cuánta maldad podía hospedar. Al menos, nadie que no había crecido ahí y que sufrió en carnes propias los horrores que se vivían detrás de las paredes de esas casas espléndidas.
Se giró un poco al sentir que no estaba sola en el balcón. Novak se le acercó con pasos lentos, como si no tuviera prisa, como si fuera el dueño del tiempo. Sonrió, una sonrisa apenas perceptible, antes de regresar la mirada al pueblo.
Novak puso una mano sobre su hombro, apretando un poco. Milena suspiró, apoyándose contra él.
– Es tuya. – le dijo, mirando el mismo punto que ella. Milena negó.
– No lo es. – corrigió, girando de espaldas a la ciudad, apoyándose en la barandilla de la terraza y esbozando otra sonrisa. Levantó un poco la cabeza para mirarlo a la cara, sin tacones se sentía un enano a su lado, pero era parte de su encanto. – Me gusta cuidar de lo que es mío. Y a esta ciudad... la veré arder. – sentenció, antes de ponerse de puntillas, besarlo brevemente y encaminarse al interior de la casa.
Tenía una fiesta para la cual prepararse.
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El vestido rojo de seda se amoldaba a sus curvas a la perfección. No era muy revelador, pero tampoco respetaba las reglas no escritas de etiqueta de la ciudad. Sonrió al verse en el espejo, contenta con su imagen.
Un toque en la puerta la sacó de su ensoñación y caminó para abrirla. Una de las criadas (aún no lograba memorizar todos sus nombres) estaba erguida delante de ella, mirándola con respeto. Le gustaba que la gente le tuviera respeto.
– El señor Logan está en la sala esperándola. – Milena asintió, volvió a su habitación para recoger su bolso y bajó para encontrarse con los dos hombres que estaban esperándola.
Novak llevaba un traje negro a medida y se sintió orgullosa de caminar a su lado. Era el hombre perfecto para ella, justo lo que se merecía en la vida. Logan, también ataviado en un traje caro y con una sonrisa encantadora en el rostro, estaba sentado en un sillón, con un vaso de whiskey en su mano y la diversión brillando en su mirada.