A. Alexa. Rescatados (#1 Santa Ana)

I

El interior del club bullía de actividad. Personas yendo y viniendo, ultimando los detalles para que, cómo cada fin de semana, el club más popular entre género masculino abra sus puertas y se desate la locura. Por todos lados se veían chicas ordenando, limpiando, preparando todo para otra noche inolvidable.

La presión se sentía en el aire y Damián, el dueño del establecimiento, caminando de un lado para otro, repartiendo órdenes a los gritos no aliviaba mucho el ambiente. Esa noche tenían un evento privado y aunque eso era razón para festejo, porque esas fiestas eran del mejor tipo en un lugar como ese, el que provocara ansiedad en su jefe no era nada alentador. Ni siquiera se había molestado en explicarles nada, como usualmente hacía, solamente paseaba de un lado para el otro como si lo perseguían miles de demonios.

Aunque eso no era de todo falso. Damián se alejó del bullicio, hoy era uno de esos días cuando todo el mundo lo fastidiaba, tenía ganas de recluirse en un lugar remoto y no salir de ahí en mucho tiempo. Caminó hasta un gran ventanal en una pared lateral y fijó su vista en algún lugar en el horizonte. Sentía una soga alrededor de su cuello que lo estaba apretando cada vez más, cada día que pasaba se sentía más ahogado. Pero no había salida para él. Había vendido su alma al diablo años atrás y ahora solamente se dedicaba a seguir su día a día, intentando sobrevivir. Las risas y murmullos a su alrededor le oprimían el pecho, haciéndole saber que hay personas que no perdieron la capacidad de reír, de ser felices, de disfrutar lo que la vida les traía. Él la perdió en el momento que traicionó a su amigo más querido, a su hermano del alma de la manera más ruin. Y lo peor de todo era que esos momentos de culpa, de lucidez moral eran tan escasos para él. Casi siempre se encontraba justificándose con un vaso de whiskey y un buen partido de cartas.

En el otro lado del bar, Marta había terminado de arreglar las copas en el estante, y se disponía a retirarse a su habitación, cuando los murmullos de sus compañeras llamaron su atención. El bar era pequeño, con muy pocos empleados que se arreglaban entre sí para asegurar la funcionalidad del lugar. Eran diez chicas, unas cuantas camareras, un barman y algunos chicos de seguridad que estaban ahí por mero decoro. Las chicas vivían ahí, todas juntas y eso hacía que se conocieran bien y que haya desencuentros de vez en cuando. Por eso, cuando localizó la fuente de los murmullos, hizo una mueca de disgusto, presintiendo como iban a proseguir los siguientes minutos. Como ya había dicho, ahí todos se conocían a la perfección.

Agarró un trapo de la barra, pretendiendo que limpiaba y agudizó el oído para escuchar lo que decían. Por el rabillo del ojo divisó a una de sus tres mejores amigas, Alba, que la miraba con reproche y negaba con la cabeza. Ella sabía que escuchar conversaciones ajenas estaba mal, pero en un lugar como aquél información era poder y ella no se iba con remilgos a la hora de asegurar un poco de seguridad para ella y sus amigas. Apretó el trapo que sostenía en las manos cuando logro distinguir algunas palabras que soltaban sus compañeras. La ira se iba acumulando en su interior y tomó una bocanada de aire tratando de controlarse. Sabía que era inútil, pero al menos podría decirle al jefe que lo había intentado. 

Estaban hablando de Isabella, de nuevo. Parecía que algunas no tenían cosas más importantes que hacer, que no tenían vidas propias de las que preocuparse. Isabella era una de sus amigas, parte de su "clan", como les llamaban. No aguantaba que alguien hablase mal de ella. No podía refrenar el impulso de defenderla siempre, a pesar de que su amiga no lo necesitase. Isabella era una mujer fuerte y decidida, no sé dejaba pisotear por nadie, pero Marta veía más allá de la coraza que protegía un corazón hecho trizas. Marta era la primera persona que se le acercó cuando llegó cual conejillo asustado en una cueva de buitres, la tomó bajo su ala y trató de protegerla lo mejor que se pudo. 

Lo que sucedió a continuación, no sorprendió a nadie. Marta había salido en la defensa de su amiga, Amelia le respondió de mala manera y ahora una se encontraba retenida por el guardia y la otra se limpiaba la sangre que goteaba de su nariz. El alboroto había llamado la atención de Damián, que las miró con furia no disimulada, pero se frenó de hacer algún comentario. Suspiró y se dejó caer en una silla, no tenía ánimos de tratar con problemas insignificantes de putas, él tenía problemas mucho más grandes de los que ocuparse. Bien podrían irse al infierno ellas, el club y hasta los clientes. Él los esperaría ahí con los brazos abiertos.

✨✨✨

Isa alejó la mirada de la ventana y se limpió una lágrima traicionera que se deslizaba por su mejilla. Era viernes a mediodía y la calle principal estaba tan vivaz, tan llamativa, tan lastimosamente atractiva que luchaba contra el impulso de salir y perderse entre la gente, tan solo disfrutar del bullicio, de los sonidos de la vida. Pero sabía que si salía, todo aquello que le parecía paradisíaco desde la seguridad de su habitación se convertiría en el infierno el momento en el que saliera.

Santa Ana era un pueblo pequeño, aunque muy bien desarrollado, en las cercanías de la capital. Desde su punto de vista, era una ciudad en todos los sentidos, pero parecía que a los de municipio les gustaba que los miraran como una extensión de la gran ciudad. A ella le daba igual. Aquel pueblo se convirtió en su peor pesadilla años atrás y la ciudad donde nació ya no la sentía suya. En fin, ella no pertenecía a ningún lugar y eso la entristecía y enfurecía a partes iguales.

Se apartó a paso brusco y se sentó frente al gran tocador, digno de una reina, o una diosa, en su caso. Refrenó las ganas de estrellar cualquier cosa en el espejo, tal vez la visión del vidrio romperse calmaría un poco la tormenta en su interior. Tantas veces había pensado en hacerlo, pero eso fastidiaría Damián y ella no sé sentía con fuerzas para escuchar sus sermones. Había ocasiones en las que no se podía controlar y le causaba algún problema, para luego reprender a si misma porque Damián era lo único que tenía en el mundo. Vivir en aquél lugar era una pesadilla para ella, salir en la calle se le hacía imposible sin sufrir abusos y maltratos, sin que le dijeran palabras hirientes o la agredieran. Tal parecía una criminal de alto rango, no una prostituta de mala calaña como la llamaban las niñas ricas.




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