El resto de la noche fue relativamente tranquilo. Después del discurso de su padre y de Alejandro, que fue el representante de la familia Montenegro, parecía que la gente se dispuso solamente a disfrutar.
Isabella no se había separado de Max y empezaba a sentirse patética. Podía decirse que era porque su hermano pronto se iba y ella lo había extrañado mucho, que quería aprovechar cada instante junto a él, pero sabía que no era verdad. A lado de sus hermanos se sentía protegida sabiendo que la gente no le diría nada por el miedo a ofender a los anfitriones. Así que en un acto de confianza se separó de su hermano y cruzó la sala para llegar a la mesa donde estaban acomodados los invitados del hospital. Ahí estaban también los doctores del pueblo, que hicieron una mueca al verla, pero ella solamente les asintió en forma de saludo y se dispuso a sentarse a lado de sus colegas de la capital. Se estaba escapando de un lugar seguro al otro, pero al menos era un pequeño avance.
La conversación en la mesa se centraba en la situación del hospital y se sintió relajada hablando de los cambios y reformas por hacer, con cada uno de ellos dándole sus opiniones y sugerencias. Amaba el trabajo en equipo y le molestaba que los empleados antiguos se mostrasen reacios a hacerlo. Ellos estaban demasiado cómodos con cómo estaban las cosas y ahora cada cambio les molestaba.
Intentó llamar la atención de Teo varias veces, quería contarle de su conversación con Max. Teo estaba, después de ella, la persona que más se había involucrado en el tema del refugio y con él podía compartir cosas relacionadas con eso sin temor a aburrirle. Pero, su amigo estaba demasiado ocupado echando miradas por el salón, como si estuviera buscando a alguien. Después de tres intentos fallidos de conversación, decidió desistir.
Después de media hora se disculpó y salió a tomar un poco de aire. El restaurante se encontraba en la planta principal del hotel, justamente al lado del jardín que le había quitado el aliento en varias ocasiones en el pasado. Recordaba mirarlo desde la ventana de su habitación y después, por la noche, refugiarse ahí cuando no había nadie, disfrutando de la brisa, del susurro de los árboles. Tenía solamente los mejores recuerdos de ese lugar y se preguntó si eso no era parte de la razón por la que su familia decidió situar su restaurante justamente ahí.
Se sentó en el banco que estaba oculto entre dos árboles de tamaño medio y dejó salir un suspiro. Fue demasiado difícil volver ahí, pero no podía quejarse de cómo iban saliendo las cosas. Al menos nadie intentó propasarse con ella o le gritó cosas hirientes. Tal vez estaba sacando todo el tema fuera de proporciones y estaba siendo estúpida. Era una puta, una puta que se fue y que todos olvidaron porque había otra en su lugar. No había motivos por los que alguien debería recordarla o decirle algo.
Alejandro la había visto salir, pero no se atrevió a seguirla inmediatamente. Desde que entró por la puerta, fue consciente de cada movimiento suyo, de cada gesto que hacía. Quizá por eso había notado que se movía con incomodidad, con cautela. Por eso le dejo un par de minutos a solas antes de seguirla. Estaba sentada en un banco y parecía perdida en sus pensamientos. Se permitió observarla por un momento. Era aún hermosa de cómo la recordaba, más madura, más mujer. Le quitaba el aliento y se le dificultaba respirar cuando la miraba, pero era una sensación bienvenida, porque lo hacía sentir vivo.
- Hola. – susurró, no queriendo sobresaltarla. Pero al parecer ella ya estaba consciente de su presencia, porque ni se inmutó.
- Hola. – respondió de la misma manera.
El silencio se prolongó demasiado para el gusto de Alejandro. Quería hablar con ella, decirle tantas cosas, pero ahora no parecía encontrar las palabras adecuadas.
- ¿Podemos hablar? – se atrevió a preguntar y se le cayó el alma a los pies cuando la vio negar con la cabeza. – Isabella… - ella volvió a negar, más frenéticamente esta vez. Si no la hubiera esperado por dos años, añorando el momento de volver a verla, quizá se habría dado por vencido, la habría dejado ahí. – Por favor… - la súplica salió de sus labios sin que la pudiera refrenar y solo entonces ella se dignó a mirarlo.
- ¿De qué quieres hablar? Cualquier cosa que nos digamos va a hacernos daño. – le dijo en susurros, como si temiera que alguien la escuchara. No había quien, estaban solos en el jardín. – Nada cambió entre nosotros, Alejandro. Todo sigue igual. No quiero saber nada de ti, porque hasta pensar en ti me hace daño. He tenido mis razones para volver, pero ninguno te implica a ti, a nosotros. – cada palabra que decía se le clavaba como un puñal en el pecho. Intentó hablar, pero ella lo calló con un ademán. – Por favor, por favor, no me hagas las cosas más difíciles. Este lugar es pequeño, pero no tanto como para no poder evitarnos. – había terminado de hablar, porque se había sentado de nuevo en el banco y volvió a perder la mirada en algún punto más allá.
No quiero saber nada de ti. Esas palabras tenían el poder de arrancarle el corazón del pecho. No quería saber nada de él, lo que significaba que no sabía nada de él, nada de lo que pasó en los últimos años. ¿Sería posible? Todo sigue igual. Pero nada era igual. Las cosas habían cambiado. Lo único que era igual era el amor que sentía por ella y que rezaba que ella siguiera sintiendo también. No quería callarse más, quería poner todas las cartas sobre la mesa y que ella hiciera lo que quisiera con ello después. Si seguía sintiendo lo mismo después de escucharle, él aceptaría sus deseos aunque eso lo matara.
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Editado: 22.08.2021