A. Alexa. Rescatados (#1 Santa Ana)

XLI

Rebecca tuvo una madre espantosa. Una adicta que se ganaba sus chutes vendiendo su cuerpo, sin importarle que su hija estuviera por ahí para verla. Un día se había escapado de la casita destartalada donde vivían mientras su madre estaba ocupada con uno de sus tantos clientes. Caminó sin rumbo, tenía apenas seis años y ya conocía esa ciudad como la palma de su mano. Era una ciudad grande, pero quien llevaba una vida como la suya, estaba acostumbrado a recorrerla de punta en punta en busca de comida.

Ese día se sentía cansada, hacía mucho frío y ella estaba cubierta solo por un vestido que un día había encontrado en un contenedor de basura. Estaba roído en varios lugares, pero era eso o andar desnuda. Se acurrucó entre las raíces de un árbol, viendo a la gente pasar mientras se imaginaba siendo una de ellos.

Estaba temblando cuando una mujer elegante, entrada en años y con un niño pequeño se detuvo a su lado, mirándola con pena. Le pidió al pequeño que se quite la chamarra que llevaba puesta, diciéndole que ya estaban por llegar a casa. Se la regaló, mientras le decía a su hijo que había que ser una buena persona y ayudar a los más necesitados. Ese día pensó que ella quería ser como esa mujer, una madre buena.

Pero, resultó todo lo contrario. No pasaron muchos años hasta que los hombres que traía su progenitora perdieran interés en una puta vieja y demasiado usada y prestasen atención a una adolescente. A cambio de su madre, ella se chutaba para entumecerse mientras usaban su cuerpo a su antojo. Cuando Germán apareció en su vida, era como la luz al final de túnel. Él también la usaba, la vendía, pero al menos le daba de comer y la vestía. Cuando quedó embarazada, empezó a tratarla como a una princesa, negándole la droga a pesar de sus protestas, diciendo que lo que llevaba dentro era una mina de oro. Durante el embarazo vivió su primer periodo de lucidez desde hacía años. Cuando dio a luz, entre cuidar a los tesoros de su hombre y trabajar, no tenía tiempo para chutarse. Cuando todo se desmoronó, volvió al viejo vicio, pero no con la intensidad de antes.

Fue una madre horrible. Había permitido que Germán les hiciera daño de todas las maneras posibles, mientras ella se encerraba en la habitación, contentándose con no escuchar su llanto. Cuando Cassandra se lastimó fue ella, quien, en un instante de lucidez, las llevó hasta una casa alejada, donde sabía vivía gente de bien, pidiéndoles que las lleven a un hospital y que las dejen ahí. Lo mejor que hizo en su vida, por sus hijas, había sido dejarlas a ese lugar.

Viendo a esa mujer diciéndole a Germán que aunque la matara, sus niñas estarían protegidas, al ver la fiereza en sus ojos al hablar sobre esos tesoros que Germán tanto ansiaba, ese momento de lucidez se repitió, lo suficiente para tomar una piedra de la fontana y golpear a su hombre en la cabeza. El impacto lo tomó por sorpresa, provocando que el arma que cargaba disparase, pero, aliviada, vio que le dio a la estatua que se erigía unos metros más allá.

Max fue el primero en salir. Años de experiencia lo habían condicionado para correr hacia el peligro, no entrar en pánico. Sacó el arma que portaba en su tobillo, acercándose a la escena. Un suspiro de alivio abandonó sus labios al ver que su hermana estaba bien. Una mujer desconocida estaba parada a su lado, con una expresión ausente, mirando al hombre que yacía en el suelo. Sostenía una piedra en la mano, pero al ver al policía la soltó, no quería que le disparara.

El jardín empezó a llenarse de gente e Isabella entonces reaccionó, sus instintos de doctora despertándose y acercándose al hombre para revisar su condición. No le extraño no encontrar el pulso, hasta su posición había escuchado la piedra romper su cráneo, además con la caída había golpeado la frente.

La madre de las niñas empezó a sollozar, al parecer saliendo del estado de shock. Ni Isa misma entendía que pasó. En un momento pensó que su final había llegado, en el siguiente su agresor estaba muerto en el pavimento.

- ¿Qué pasó? – escuchó a Max preguntarle, se obligó a volver a la realidad. Una realidad que la golpeó de lleno. Todo había terminado.

- Son los padres de las niñas. – le explicó a su hermano. Max la miró incrédulo, aun sosteniendo la pistola en dirección a la mujer que sollozaba. – Me iba a disparar y ella… ella lo golpeó de repente.

Las sirenas de policía se escucharon rápido, seguramente una patrulla estaba cerca. Max les explicó a grandes rasgos lo ocurrido y ellos llamaron para pedir al médico forense en escena, mientas apresaban a la mujer.

Rebecca se resistió cuando pasaron al lado de Isabella, encajando sus pies en el suelo, reacia a moverse. Enfocó a la mujer, entre las drogas, la adrenalina y las lágrimas no veía muy claro.

- Cuídalas. Es lo mejor que pude hacer para ellas, como su madre. Dejarlas para que fueran libres, felices en otra parte.

Isabella no respondió nada, solamente observó mientras los oficiales la llevaban de ahí. Pronto sintió a alguien abrazarla, en los brazos de Alejandro se sintió segura para dar rienda suelta a sus lágrimas. Empezó a estremecerse y él la guio hasta la entrada lateral del hotel, hasta una habitación libre.

- Shh, tranquila. – le susurró mientras se acomodaba en la cama y la sentaba en su regazo.

- Tuve tanto miedo, pensé que me podía matar ahí mismo y después encontrarlas. – dijo entre hipos y él la estrechó un poco más.




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