A. Alexa. Siempre contigo

8

Cómo habían predicho, la tormenta paró a eso del mediodía, dejando atrás una ciudad casi arruinada. Desde la ventana de su habitación, Andrea y Mauricio observaron a los empleados del hotel trabajando en el jardín trasero, recogiendo la basura que había sido arrastrada hacia ahí. La estructura del hotel había quedado intacta, por lo que podían ver solo las ventanas habían cedido, dejando las habitaciones a merced del viento.

—Me siento inútil. —murmuró en su abrazo la mujer que le quitaba el sueño, removiéndose inquieta.

—Podemos salir a ayudar. —Ofreció, esperando una negativa de su parte. No pudo ser más grande su sorpresa al ver un brillo emocionado en sus ojos, una sonrisa entusiasmada en su rostro.

—¿En serio lo dices?

—No veo por qué no. Seguro les vendría bien un par de manos extra.

—¿Vamos? —No espero siquiera que le respondiera, desapareció en el interior de la habitación, buscando algo que ponerse.

Ataviada en un pantalón holgado y una camiseta suelta, esperó que él se preparara y después marchó delante de él hacía la recepción. Ahí parecía que ni siquiera hubo tormenta, pero por el movimiento frenético pudo verse que todos estaban ayudando donde podían.

—¿Algún problema, señor Gallego? —preguntó Bruno solícito, aunque en sus ojos se podía adivinar el cansancio.

—Queríamos salir a ayudar con algo. ¿Dónde nos necesitarían?

—Señor, nosotros no podríamos pedirle eso… —protestó, pero fue Andrea quien lo interrumpió.

—Pero, no nos está pidiendo nada. Nosotros nos ofrecimos. —aclaró, con una sonrisa que pondría de rodillas a cualquier hombre.

—Ya estamos terminando aquí. Pero, estamos organizando grupos de ayuda en el pueblo, ahí sí que golpeó fuerte. —Andrea aplaudió entusiasmada.

—Genial. Anótanos ahí, ¿puedes? —Bruno asintió, entregándole un papel para que escribiera su nombre. Mauricio hizo lo mismo y luego les indicaron que podían esperar en el lobby hasta que su grupo partiera. Apenas estuvieran fuera de la vista del recepcionista, le robó un beso.

—¿Para qué fue eso? —preguntó riendo, agarrada a sus brazos.

—¿Necesito una razón para besarte? —dijo a su vez, volviendo a besarla. Lo había dejado anonadado en su trato con Bruno, en realidad toda su propuesta le fue extraña: no podía evitar seguir viéndola como una Rodríguez y esperar de ella lo que esperaría de cualquier otro miembro de su familia. Necesitaba trabajar en ello o esa relación no tendría ningún futuro y él realmente quería que prosperara.

—No, pues no. Por mí, adelante. —Invitó. Un carraspeo a su lado los interrumpió, la mujer que los observaba les era desconocida, los miraba con una mueca que asemejaba a una sonrisa.

—Ya estamos listos para partir. —Les informó, marchándose de inmediato, dejándolos solos. Cómo no sabían a donde se dirigían, se apresuraron a seguirla.

Fueron caminando, ver la ciudad hermosa en la que había arribado hacía unos días convertida en un vertedero y totalmente destrozada, le golpeó duro. Andrea iba caminando a su lado, con la misma expresión sombría que él debía tener, como la que tenía cada miembro de su grupo.

—¿Hay heridos? —Su pregunta resonó como un eco, Andrea se giró para mirarlo espantada, como si la idea de que alguien hubiera padecido en esos dos días nunca se le hubiera ocurrido. La misma mujer que los había interrumpido antes, asintió con pesar.

—Estos huracanes nunca pasan sin dejar víctimas. A algunos los mata de inmediato, a otros les arrebata todo: su casa, su sustento. Los mata en vida. —Explicó la cruda realidad de la gente que vivía ahí, ellos —los turistas, los visitantes— regresarían a sus casas y el huracán sería solo un mal recuerdo. La mujer quiso seguir hablando, pero llegaron al lugar donde se dirigían.

Una mujer mayor salió de una cabaña destartalada y corrió en su dirección, su expresión una mezcla de dolor y alivio.

—Muchas gracias por venir. —Dijo, abrazando a algunos de los voluntarios—. Gracias a Dios, Cata lo percibió, así pudimos salir a tiempo. Pero, no pudimos proteger las cabañas, ni siquiera un poco. —Les enseñó con una mano las demás cabañas, cada una de ellas estaba en un estado peor que la anterior—. Primero deberíamos limpiar los alrededores, ya luego veremos si algo se puede rescatar desde adentro.

Desde ese momento, no vio más a Andrea. Se había juntado con un grupo de hombres para mover los troncos de los árboles y levantar bancos que el viento había tirado. Las mujeres se encargaron de la basura, de recoger las hojas de los árboles que cubrían completamente el suelo. Las veía ir de un lado para el otro: limpiando, recogiendo, barriendo. El sudor se escurría por su espalda, sus piernas empezaban a protestar por el movimiento constante y los brazos le ardían por el esfuerzo. El sol brillaba fuerte en el cielo, dificultando aún más el trabajo. Horas después, la misma mujer de antes —quien descubrió era la matriarca de la comunidad que vivía en las cabañas— apareció con cestas llenas de comida. No era un banquete, pero todos comieron con ganas y después volvieron a sus quehaceres. Entonces, tampoco vio a Andrea y empezaba a preocuparse. No le pareció extraño antes, el terreno era enorme y había mucho que hacer, pero a la hora de la comida todos se habían reunido alrededor de una mesa de madera, todos menos ella.




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