A. Alexa. Siempre contigo

30

Suspiró, dejó suelto su pelo y se sentó sobre la silla del tocador. Su reflejo le llamó la atención. Juraría que no era la misma mujer que la última vez que se miró al espejo. No era algo físico, no había envejecido de la noche a la mañana —o rejuvenecido, para el caso—, no estaba ojerosa por las noches sin dormir o demarcada por el estrés de cada día. Hacía años había perfeccionado el arte de no dejar que sus sentimientos se reflejaran en la superficie, a veces hasta para ella misma era difícil entender su propio humor.

No. Eran sus ojos. Lucían apagados y, a la vez, tenían un brillo especial. Como si una parte de ella hubiera desaparecido —dejando huella de la mujer que fue— y otra renació, convirtiéndola en una imagen dual de una misma persona. Tal vez, pensó, tenía que ver con las verdades reveladas en los últimos días. Tal vez quien desapareció fue Andrea Rodríguez —hija de Carmen y Sebastián— y quien nació fue Andrea Rodríguez —hija de Nina y Julián. Sonrió ante la ironía de su situación. Tal vez todo sería más fácil si hubiera sido la hija de la mucama, o del chofer, o de una familia desconocida que vivía a la otra punta del país. Algo más dramático. Entones podría poner el grito en el cielo, hacer un escándalo tremendo y terminar la función con un cambio de apellido. Nuevo apellido, nueva vida.

Al menos ahorraría un dineral en los procesos burocráticos al no tener que cambiar del mismo, pensó. Fue un pobre consuelo para una mujer que podía costear hacerlo cada año por el puro placer de experimentar un cambio. Pero, no podía negar que un acto así de significativo ayudaría con la transición, ayudaría a que finalmente aceptara su nueva realidad.

Buscó a tientas el labial rojo en el desastre en el que convirtió su tocador, sin dejar de mirarse en el espejo. Sus ojos, seguían fascinándola. Cuando lo encontró, se lo puso con lentitud, con movimientos mecánicos de una persona que hizo lo mismo cientos de veces que podría hacerlo con los ojos cerrados. Lo intentaría en ese momento, pero no quería cerrar los ojos. No podía hacerlo, porque entonces se perdería.

Tal vez ellos serían el único testimonio de que algo había cambiado. Que ella ya no era la misma persona de antes. Quizá, solo quien fuera lo suficientemente valiente para mirarla a los ojos, vería todo lo que ocultaba.

El sonido de la puerta interrumpió esa línea de pensamiento y una sonrisa —sincera, por primera vez en el día— se dibujó en su rostro, anticipando lo que estaba por ocurrir.

La tela del vestido blanco que llevaba cayó cuando se alzó de la silla para ir hasta la puerta y sus tacones resonaron todo el camino, creando una suave melodía. El timbre volvió a sonar cuando estaba a unos pasos de la puerta y rio por lo bajo ante la impaciencia de su invitado.

—Hola. —sonrió al verlo, parado delante de ella con un ramo de rosas. Estiró el brazo para tomarlas, las dejó sobre la mesa de entrada y se acercó más a él, hasta que sus cuerpos se rozaron.

Los tacones le proferían unos centímetros más de altura, así que casi podía mirarlo a los ojos sin torcerse el cuello.

—Estás… —Mauricio le dedicó una mirada apreciativa y sonrió, buscando su mano para llevarla hasta sus labios— hermosa. —finalizó, demorando el beso unos segundos más de lo necesario. O menos de lo que a ella le gustaría—. ¿Estamos celebrando algo? —preguntó finalmente, jalándola en su dirección para envolverla en un tierno abrazo.

—A nosotros. —musitó mientras se ponía —levemente— de puntillas para alcanzar sus labios, echándole una mano alrededor del cuello para recibir el tan ansiado beso.

—¿Y eso? —Se interesó Mauricio después de seguirla al interior del apartamento, con ambas manos posadas sobre sus caderas en un abrazo que parecía no querer deshacer.

—¿Necesitamos una ocasión especial para celebrar? —giró entre sus brazos y volvió a quedar de frente a él, apoyó la frente en su pecho mientras escuchaba los latidos de su corazón.

—No. —respondió el hombre.

—Exactamente. —corroboró, aun sin cambiar de posición. Por primera vez en días se sentía segura, como ella misma y no quería dejar que esa sensación desapareciera—. El champán se va a calentar. —mencionó de pasada, aún reacia a moverse. Mauricio tampoco parecía querer dejarla ir, por lo que no se quejó.

—Hasta champán tenemos. —exclamó, riendo. Andrea le dio un golpe juguetón en el brazo, pero el hombre ni se inmutó. Sus manos empezaron a viajar arriba-abajo sobre su espalda, a un ritmo hipnotizante y tranquilizador.

—Estamos juntos. Ya no tenemos que escondernos y tu hermana se está recuperando. —Enumeró—. Creo que eso es excusa suficiente para tener champán. —explicó.

—¿Cómo es eso de que no tenemos que escondernos más? —Mauricio uso sus manos —que hasta entonces la acariciaban— para alejarla apenas unos centímetros, buscando sus ojos.

Andrea suspiró y se liberó de su agarre para ir a buscar las copas y servir las bebidas, todo en silencio.

—Eso. Tu familia ya sabe sobre nosotros y, aunque no están encantados, al menos no tenemos que ir a hurtadillas. —explicó, evadiendo deliberadamente el meollo de la cuestión.

—Ajá. —Comentó Mauricio, pero le siguió el juego y brindó con ella—. Por nosotros. —susurró antes de darle un buen trago al líquido burbujeante—. ¿Y qué pasa con tu familia? —No iba a dejar el tema, Andrea ya lo sabía, pero igualmente hizo una mueca ante su insistencia.




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