A la caza de un marido para mi hermana

Cena de ensayo, Pt. 1

Lo días continuaron su curso con solidez, al igual que la sombra en la curvatura de la comisura de mis labios. Exitosamente pude disimular los primeros días, pero cuando mamá me atrapó sonriendo a solas mientras examinaba las opciones de vestidos para la cena de ensayo me envió una mirada de esas que te hacen saber que estas atrapada.

Por supuesto que la razón no eran los lindos vestidos que me hacía mirar para elegir.

Ella no pregunto en lo absoluto pese a que quise decirle cuando la emoción me pudo y las palabras se arremolinaban entre las líneas de mis labios. Mamá sabía de mis encuentros con aquel niño regordete—la única manera en que lo recordaría, porque jamás averigüe su nombre en aquel momento—Eliot apropiadamente. Imposible de olvidar.

Nunca fui entusiasta de llenarme las manos de comida, hasta que estuve embarrada de chocolate hasta la mejilla, haciéndole aquellos bombones que, de alguna forma, tenían el propósito de ser la retribución que considere más adecuada por soportarme y hacer frente a mí lapsos de malcriadez.

Las matemáticas sacaban lo peor de mí.

Prefería describirlo así, a decir que si pudiera encontrar al que se pensó todos esos problemas difíciles que tenía que resolver por mero capricho de la educación, lo haría tragarse las casi trescientas páginas de los libros de ejercitación que aún recordaba con pesar.

Mamá chispeo del entusiasmo. Obviamente contagiada de la alegría que se filtraba por mis palabras, aunque, por mi propia reputación, quisiera contar todo como si fuera la narración de un hecho corriente y para nada inusual o increíble.

Me regañe varias veces al encontrarme a mi misma admiranda el celular con su número y mi dedo a pocos centímetros de marcar. Él pidió tiempo. Cualquier explicación que quisiera darme sería cuando él quisiera hacerlo. No quería llamarlo. Tampoco parecer desesperada. Fuimos amigos años atrás, si, pero no iba a transmutar una relación del pasado al presente y considerar que contaba con la plena libertad de reventar su celular. Nos acercaríamos el uno al otro, si es que así lo disponía el destino, lentamente. Sin traspiés de incomodidad que se pudieran esquivar actuando como dos adultos coherentes.

De cualquier manera, en este punto de la revoltosa travesía que ha sido mi regreso, por cómo se desarrollaba la relación con mamá y papá, me sentía segura de poder volver una que otra vez a Chicago, siempre que las cosas no estuviera ajetreadas en Carolina del Norte. Aun tenía responsabilidades y no podía olvidarme de ellas por querer reconectar con Eliot.

Todo sucedería naturalmente. Tenía plena confianza en ese hecho. Sin siquiera saber que se trataba de un amigo de la infancia, de buenas a primeras, obtuve una buena impresión de él. Es decir que cualquier juicio por mi parte seria imparcial. Eliot se ha mantenido tan agradable como lo recordaba.

La curiosidad me picaba, honestamente. Me comía de dentro hacia fuera. Quería saber todo lo que no me atreví a preguntar por miedo a espantarlo. Si quisiera apostar, diría que se trataba del hijo de algún ejecutivo que había escalado año tras año en el conglomerado hasta posicionarse bien. En esos días, me mantuve enfocada en aprender a resolver las matemáticas atendiendo a sus acertados consejos... o eso me decía en los ratos que me quedaba viendo sus lentes de pasta negra imaginando como se vería sin ellos.

Ahora lo sé.

Anteriormente, nadie quería tener que lidiar con que su hijo fuera amigo de la hija del grandísimo jefe, que cometiera un error de adolescentes y que, por consiguiente, eso afectará de manera directa el trabajo de quien sea que fuera su padre o madre. Tal vez por eso ninguno preguntó nada demasiado personal sobre él otro. Los saludos eran los mismos cada día que nos reuníamos. Un "Hola, tú" y así mismo le correspondía el otro. Se hizo un hábito y estábamos cómodos con ello.

Al menos, ninguno indago en nada personal que tuviera que ver con la identidad del otro, para ser especifica. Cualquier otra cosa, la dejaba salir por mi boca cuando me veía abrumada y quería distraerlo. No creía que me escuchara. Él se me quedaba viendo de una manera que hasta la fecha no he podido ser capaz de descifrar.

¿Qué pasaba por su mente al verme?

No creí que lo hiciera con algún motivo especifico. No hasta que, al dejarle dicho con la recepcionista sobre mí aprobado con calificación distintiva, él colocó un helado frente a mí la siguiente vez que nos vimos. Como una adolescente desvergonzada, no supe si quería devorarlo a él o al helado. El casi imperceptible rubor rojo en sus mejillas me avisó que si hacía obvias mis intenciones, el echaría a correr. Le agradecí y el dijo que no era nada. Se sentó, abrió el fastidioso libro y procedió a vomitar explicaciones tras explicaciones. Ese día solo lo pude mirar fijamente a su perfil, comiendo el helado que supo mucho más delicioso de lo que recordaba.

Reprobé el examen que le siguió a mi aprobación con distinción, lógicamente.

El conocimiento de saber que lo vería pronto me tenía caminando de puntillas. Mamá me llevó de extremo a extremo en la ciudad, preparándome para la cena de ensayo. Temprano habíamos ido a hacernos el cabello en compañía con papá. No pude evitar bromear al ver las pelucas de las que disponía el peluquero personal de mamá, sugiriendo que sería un excelente cambio de apariencia. Papá no soportó la risa colectiva. Se sentó en el sofá lejos de nosotras, abriendo con más ruido del necesario un periódico que sabía leyó esta mañana.




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