A la caza de un marido para mi hermana

Ideas perspicaces de Alina

Las presentaciones con cada uno de los niños sería algo digno de rememorar en un instante en el que necesitará un buen motivo para reír.

Eufóricos, los niños salieron de sus habitaciones en la segunda planta, protegidos del altercado entre Alina y los agentes de servicios sociales, para saltar sobre mí como siempre hacían. No importa cuánto tiempo estuviera afuera. Un par de horas, días... los niños siempre saltarían sobre mí. Un hábito que, aunque perdían con el pasar del tiempo al entrar en la odiosa adolescencia, extrañaba de cualquier forma. Los niños, por supuesto, se abalanzaron con preguntas que me abarrotaron los oídos. Sin embargo, en contraste con otras ocasiones, un silencio nos invadió nada más segundos después de la avalancha.

Con extremo recelo, enfocaron a Eliot. Los mayores, Lola y Remi, quienes tenían catorce y quince años respectivamente, más allá de recelo, lo estudiaron con mirada filosa. No me quedó de otra que cubrirme la boca para ocultar la risa. Los menores, además de recelo, tenían algo de curiosidad. No los podía culpar, esta situación era inusual.

Claro que, como mujeres adultas, teníamos una vida que llevar paralelamente a trabajar en la casa hogar, pero una regla tacita nos prohibía llevar a cualquiera a la casa. Era irresponsable exponer a los niños a nuestras parejas sentimentales. Podían encariñarse y el problema vendría posteriormente al tener que explicar porqué esa persona ya no venía más. Son las clases de conversaciones que no quieres tener con niños que, de por sí, ya tienen algún trauma. Es difícil comprender a tan delicada edad que, no es que haya algo malo contigo, es que no todo el tiempo las relaciones van bien.

Generalmente—por no decir todo el tiempo porque en estos últimos años he tenido escaso contacto sentimental—era Alina quien debía de mantener en vigor la regla.
No quise apresurarme a aclarar las razones de la presencia de Eliot porque no sabía que clasificación otorgarle. En su lugar, presente a los doce niños, uno por uno.

Toby, el pequeño de la casa con seis años, le tendió la mano como todo un caballero. Me di cuenta al instante como los ojos de Eliot se ablandaron por el gesto. Wendy, quien le continuaba a Toby en edad, se sonrojo al emitir su saludo por lo bajo escondiéndose contra mi muslo. Hunter, Raymond, Charlie y Logan, los terremotos de una década, trataron de parecer geniales al hacer uno de esos saludos típicos de niños. Eliot, para su sorpresa, no les perdió el paso. María, Tania, Barbará y Nala, a pesar de que con once años, cada vez comenzaban a charlar más regularmente sobre chicos, mantuvieron la compostura sacudiendo su mano. No me engañaron, sin embargo. En un rato estarían cuchicheando en su habitación. Lola y Remi, por su parte, no disimularon en lo absoluto. Saludaron sin olvidarse del toque adolescente: arrastrar las palabras con aburrimiento y poniendo los ojos en blancos. No hay nada más fastidioso a esa edad que ser amigable.

Eliot... ni siquiera sé porqué dude un segundo de sus habilidades. Al principio, por supuesto que los niños no querían estar demasiado cerca, no obstante, la capacidad de embelesamiento que tiene su encanto puso a los niños tan cómodos como si se tratara de una persona habitual en su día a día.

Las preguntas que se suponía debía responder, fueron incrustadas como dardos en Eliot y él las respondió todas con la información apropiada para alejar la curiosidad de los niños.

Aprovechando la distracción, me escabullí al patio para hacer una llamada, que sabía de primera mano, sería inútil. La directora desvío todas mis llamadas al buzón. Consecuentemente, me atreví a llamar a las oficinas de la Administración Principal de Servicios Sociales. Sin respuesta igualmente. Mi mano cayó inerte en el costado de mi cuerpo, y sin saber que más podría hacer, observé los alrededores con un vacío en el pecho.

Sin querer manchar el buen humor de los niños con mi actitud ensombrecida, regresé dentro incorporándome a la algarabía de los niños y Eliot. Alina y yo, sin querer realmente, compartimos un vistazo rebosante de pesadez que tuvimos que ocultar rápidamente.

El día se acabó antes de que pudiera darme cuenta. Alina y yo nos metimos en la cocina para preparar la cena, mientras Eliot, siendo demasiado bueno para estas labores, se encargó de que todos los niños tuvieran sus tareas al día.

— ¿De dónde sacaste al chico jet? —indagó, Alina, terminando de poner todo en la olla para los macarrones.

Me reí por el elocuente apodo.

— Es un amigo de la infancia que resultó ser amigo de la familia también. —simplifique.

Alina juntó las cejas, recargando su cuerpo en la encimera. Imite su acción, puesto que ya no nos quedaba más por hacer que esperar que todo estuviera listo para servir. Teníamos que tener esta conversación y no había momento más propicio que este.

— ¿Así como así? ¿No hay más detalles?

Me encogí de hombros.

— Es una larga historia.

Hizo una mueca aceptando mis palabras.

— ¿Y por todo eso te está ayudando?

Parpadee. ¿Es lo que hacen los amigos, no?

— Así es. —confirmé con una cierta duda que se instaló en mí cabeza.

¿Que diría la persona que le gusta a Eliot si se entera de todo lo que hace por mí?

Alina se tomó su tiempo para hablar.




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