Madrid, sábado 12 de febrero
Comienzo aquí el diario, un 12 de febrero. El día que sucedió aquello… Hace unos años.
Tengo 41 y pronto cumpliré 42. Rondando la mitad de la vida es la época perfecta para hacer una evaluación de lo que he vivido y tratar de compararlo con esa visión que tenía de niña sobre dónde estaría en este momento. Y lo que a esa edad proyectaba, lo he superado con creces. Una abogada de prestigio, con un apuesto marido y dos sanos y guapos hijos adolescentes: la envidia de todo mi vecindario. Cómo podía pensar hace 30 años que esto sería así ahora.
Isabella, la dependienta boliviana de la panadería me dijo el otro día que yo le parecía un ejemplo de vida. Es joven, qué le voy a decir. Cuando te acabas de despertar, hasta el más mínimo destello de luz te deslumbra. Para darme más valor le recité, con la voz solemne que se usa en los sermones, algo que me repetía mi madre una y otra vez, hasta la extenuación:
— Si quieres algo, ve a por ello. Lo único que cae del cielo es la lluvia.
Ella me miraba con sus enormes ojos marrones, abiertos y brillantes de admiración, y repitió esas palabras de nuevo con un tono casi inaudible, como si mi voz hubiera hecho eco en un monte lejano. En mis momentos más difíciles, fueron la clave que me hizo seguir adelante, ahí cuando empiezas a moldearte en cuerpo y mente. Hice todo lo posible por llegar a estar donde estoy y ser la envidia de todo el mundo. Y lo conseguí. ¿Hay algo mejor?
Madrid, sábado 19 de febrero
Es difícil empezar, pero mucho más lo es continuar.
Aquí estoy con la segunda entrada del diario. Han pasado varios días desde que escribí la primera. También pasaron varios años desde que tuve a Adrián hasta cuándo nació Alicia. Y me sucedió lo mismo con el diario: después de hacer la primera, traté de forzarme a escribir la segunda, pero no tenía ganas. No quería tener otro hijo, pero era uno de los requerimientos que debía cumplir para llegar al estatus que deseaba. Diría que tuve suerte porque tener la parejita era la guinda del pastel del prototipo de familia feliz. Además, solo necesitamos unos pocos intentos para que me quedara embarazada y no como me sucedió con el primogénito, que fue una larga y aburrida tortura sexual.
Lo malo es que Alicia es una niña insoportable. A veces me desespero y pienso que nunca conseguiré que entienda cuales son las cosas importantes de la vida. Pero a constante no me gana nadie.
El embarazo de Alicia fue tedioso, igual que este sábado. Pasó como pasa una mañana de lluvia mientras estás mirando por la ventana el sol tapado: sabes que volverá a salir, pero, mientras tanto, es jodidamente anodino.
Y encima, a mi marido, se le ocurrió invitarme a la ópera a ver El Rey Arturo. Para mí era una buena oportunidad de lucir ese vestido negro de Prada tan caro que me compré la semana pasada. Larguísima se me hizo la obra, aunque debo reconocer que lo que entendí de la vida del protagonista me pareció apasionante: un símbolo de honor y lealtad. Son dos características que me parecen loables por inalcanzables para mí.
A lo que iba, que mi marido me invitó a la ópera, únicamente porque lo vio en unos carteles de la calle y le pareció gracioso el título - él también se llama Arturo. Este tipo de tonterías es lo que más me aturde de mi matrimonio. No se puede ser más tonto. Ya podría ser que me quiere llevar porque es una persona culta, y ha leído todos y cada uno de los innumerables relatos que hablan de este mito. Sobre Excalibur, esa magnífica espada o sobre Camelot ese ejemplo de ciudad justa y utópica o sobre sus mil y una batallas.
Madrid, domingo 20 de febrero
¿Ves? todo es empezar. Es posible que también haya escrito hoy porque es fin de semana y tengo más libertad y privacidad. Arturo está viendo el fútbol con sus amigos en la taberna y mis pequeños parásitos gastan su época de vigor en calentar el sofá viendo esos repetitivos vídeos uno detrás de otro. YouTube ha atontado a mucha gente, pero ¡oh gracias a dios! Tengo unas buenas horas en las que me dejan en paz. Pido sushi para tres aprovechando una oferta del japonés del centro comercial, que se comen en su cuarto, y aprovecho este éxtasis de soledad para leer los dos últimos capítulos de la novela que tengo entre manos. Saboreo ese instante, esa suspensión en el aire que se siente desde que sueltas un libro hasta que comienzas con el siguiente, ese vacío que da lo que acaba. Me imagino que esos musculosos trapecistas que vuelan desde la barra, haciendo doble mortal hacia atrás, hasta las manos de su compañero deben sentir algo similar.
Abro mi siguiente novela que nunca puedo evitar comenzar a leer, aunque sea el comienzo del primer capítulo. Todos tenemos nuestras manías.
Madrid, miércoles 23 de febrero
He de reconocer que a veces me siento estúpida cogiendo este cuaderno y escribiendo lo que me pasa. Es como si volviera a la infancia a escribir niñerías en secreto sobre los chicos que me gustan o nimiedades que agrandamos involuntariamente hasta convertirlas en catástrofes cuando hemos vivido pocas.
Así que he vuelto a leer las entradas que ya he hecho y he pensado en por qué escribo y por qué ahora. Creía firmemente que no tengo ninguna intención o que no pretendo que nadie lo lea, pero no sé. Por ahí espero que alguien se maraville de lo que cuento, para que lo lea mi yo futuro, para que lo lea mi hija y cambie… Así que creo que voy a escribirlo con ese fin, como si hubiera alguien ahí detrás. A lo mejor sirve incluso por si se hace una biografía sobre mí en el futuro, ¿Por qué no?