Madrid, domingo 12 de febrero de 2023
Hoy hace 28 años que sucedió y también fue un domingo. He mirado por internet y resulta que el día del mes y de la semana coinciden exactamente en los separados entre sí por 28 años, así que no es casualidad que aquel día fuera también domingo. Son matemáticas.
He pensado muchas veces durante estos años en lo que pasó. En mi época más juvenil estaba convencida que había hecho lo correcto y que era la única forma de huir de aquello. Ya siendo más adulta pienso que quizá lo podría haber hecho de otra manera. Me dio bastante pena por mi padre, que en el fondo era un buen hombre, aunque manipulable como un títere. De una o de otra manera era igual de cómplice que ella.
Hoy, sin la presencia de ninguno de los dos en el mundo, encaro la vida con ganas. Tuve una infancia complicada y eso me ayudó a reflexionar sobre las cosas importantes de la vida y a quitarle hierro a las cosas que no lo tienen. Para qué sirve quejarse, eso va a saco roto.
Cuando me mudé a Madrid todo fue más o menos tranquilo. Nadie hizo muchas preguntas de nada y las que se hicieron tuvieron una respuesta incierta. Crecí, estudié, trabajé y me independicé pronto. Volar libre quería.
En esos primeros años pensé que mi padre nunca supo lo que pasó, pero luego me di cuenta que sí. Me protegió. Tarde, pero me protegió.
No sé si decir que estoy contenta de haber vivido lo que viví, pero la verdad es que si no hubiera sido lo que fui, si no hubiera besado tantas veces la lona, seguramente ahora sería otra persona. Nunca hablé de mi infancia con nadie, ni siquiera con mi abuelo Ramón. No conseguiría nada haciéndolo y tiendo a pensar que, si guardas bien hondo lo que sientes, puedes llegar a perderlo. Y eso y mi madre están bien profundo.
Sigo teniendo mis pequeños proyectos y mis ambiciones y tengo claro que debo hacer para conseguirlo. Veo tanta gente a mi alrededor perdida entre sus adicciones, sin ningún logro de ningún tipo, que me siento afortunada. La gente suele tener la actitud de Hervé Joncour en Seda: «Uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla». Yo soy dueña de la mía. Tomé las decisiones que debía y aquí estoy. Satisfecha y triunfante.
Laredo, domingo 12 de febrero de 1995
Lo que ha venido sucediendo en las últimas semanas hace que no tuviera otro remedio. Lo hice, sí. Después de lo que pasó ayer, he dormido en el cobertizo esta noche. He tenido mucho tiempo para preparar lo que iba a hacer hoy. Estaba decidido.
Cuando me abrió la puerta, le besé en la frente como siempre hacía. Le dije: «Gracias mamá. Hoy he reflexionado mucho». Ella, satisfecha, se fue al salón y se sentó a leer y a beber vino. Empezó a beber de nuevo por la mañana, es increíble. Yo me fui al jardín a prepararlo todo. Lo llevé a cabo con la exactitud de las cosas que se hacen teniendo la confianza de estar haciendo lo correcto. Metódica y práctica. Cogí la mesa metálica del cobertizo y la tumbé de lado encima del suelo de barro del jardín, cogí suficiente madera y la apilé al lado de esta. Luego, poco a poco, fui haciendo filas de madera tratando de que pudiera circular el oxígeno entre ellos y poniendo los maderos más finos abajo y los más gordos encima. Cuando ya lo tuve listo, eché un buen chorro del alcohol que tiene mi padre para la barbacoa, para usarlo a modo de acelerante. La hoguera estaba lista.
Después me acerqué al dormitorio de mis padres y saqué de la mesa escritorio un papel y la pluma de mi madre. Escribí pausadamente, tratando de imitar su letra lo siguiente:
«Ya no aguanto más a la niña. Me voy de aquí para no volver.
Micaela»
A continuación, saqué la maleta grande de mi madre y le metí toda la ropa que a ella le gustaba dentro. Puse especial cuidado también a algunas pertenencias que ella nunca olvidaría y las puse en el bolsillo interior. Cargué la maleta y la bajé al lado de la mesa en la que estaba todo preparado.
Quedaba el último paso, el más difícil. Me acerqué al salón, cogí el atizador de la chimenea y me coloqué detrás de su sillón. Asomaba su cabeza unos pocos centímetros, los suficientes. Le golpeé varias decenas de veces.
Luego arrastré su cuerpo al jardín, la coloqué encima de la hoguera, puse su maleta sobre ella y encendí el fuego. En pocos minutos una gran columna de humo comenzó a salir de allí. No creía que fuera a ser tan escandaloso ese fuego, pero bueno, así fue. Y ahora estoy aquí, sentada en el suelo, al calor del fuego, escribiendo esta entrada del diario.
Me siento como se sentía aquella araña. Soy poderosa. Al fin tengo mi presa.
Por la noche llegó mi padre trayendo la misma mirada perdida que llevaba cuando se fue el viernes. Fui a coger la nota de despedida que escribí para entregársela y me lo encontré en el jardín, mirando la montaña de cenizas y la mesa negra por el fuego. Se giró y me miró a los ojos durante unos segundos que se me hicieron minutos.
Trate de ser convincente. El discurso ya lo tenía preparado, pero tenía que ser seguro y claro.
Le dije que mamá se enfadó conmigo porque no hacía nada y que había amontonado leña para quemar unas malas hierbas para que no se enfadara. Y que cuando fui a buscarla, ya no estaba. Y que luego encontré la nota.
Él me cogió la mano y me acercó hacia él. Me frotó su mejilla con barba de 3 días contra mi mejilla, haciendo que se irritara mi piel al momento. Me dijo: «ya está, Alicia, ya está»