A pesar de todo ©

Capítulo 1: Incidente

« ¡Maldita sea, estoy muerta!», fue lo primero que mi mente pudo hilar luego de ver como una gigantesca camioneta venía en mi dirección a toda velocidad. «Eres una inconsciente, Emily», apremió la voz en mi cabeza, retándome por la forma tan irresponsable con la que había decidido cruzar una de las calles principales de Campbell, California.

¿Razón de mi casi letal descuido? Pues el más absurdo de todos… ¡Cuidar de un helado!, si, ¡lo sé!, patético, pero todos alguna vez cometemos un error así, ¿no?

« ¡Claro!, pero no uno tan grave», espetó mi mente.

Para mi defensa, ese día no había comenzado de la mejor manera. Había mandado mi solicitud para entrar a la universidad y estaba nerviosa; porque estaba consciente que por ir un año atrasada podían no aceptarme ni concederme una beca, así como, el trabajo había sido más pesado de lo habitual, entonces, cuando quise darme un respiro de todo mi estresado día y decidí hacerlo comprándome mi helado favorito, jamás, nunca, se me cruzó por la cabeza que pude haber concluido ese día en el hospital o muerta.

Todo sucedió porque al otro lado de la calle, justo en la estación de autobuses, estaba el que me llevaba a casa. Y sabiendo que, si no lo cogía en ese momento, podría llegar mucho más tarde, decidí cruzar esa calle, una de las más transitadas a como diera lugar. E ir apurada en Campbell no es bueno, más comiendo un helado. Fue cuando, en un momento de apuro y antes que el paso para peatones terminara, corrí de un extremo a otro, temiendo por dos cosas: la primera que me dejara el autobús; y la segunda —como mencioné—, por la vida del helado y claro, supongamos que, en un tercer punto, también por mi vida.

Todo pasó rápido; iba a mitad de la calle, mirando hacia todos lados, cuando un chillido hizo eco por todo el lugar, de inmediato, mis pies se clavaron al suelo y mis ojos a una camioneta azul y en cómo, rápidamente, se aproximaba a mí. Cerré los ojos de inmediato y solo me quedé a la espera del impacto.

El cual nunca llegó.

—¿Estás bien?, oye no estás muerta —decía una masculina voz, pero no fue hasta que sentí cómo me zangoloteaba que reaccioné. Lentamente abrí los ojos y, al hacerlo por completo, lo primero que enfoqué fueron unos hermosos ojos azules como el cielo en primavera. « ¡Santo cielo, que ojos!»—, ¿estás bien? —Asentí con la cabeza, sintiendo pastosa la saliva y sin poder encontrar mi voz. Entonces, esos ojos que, en un comienzo parecían preocupados, me miraron con enojo y su rostro se convirtió en rabia pura—. Deberías fijarte antes de cruzar la calle, casi te mato.

—¿Disculpa? —pregunté perpleja, sufriendo aún los estragos de la adrenalina.

—Una disculpa es lo menos que puedes ofrecer —espetó, negando con la cabeza y dando unos cuantos pasos atrás y fui ahí cuando noté que ese chico tenía sus manos puestas en mis hombros, las que pronto quitó. Y como si no tuviera suficiente, añadió—: Casi provocas un accidente por ir concentrada en ese helado —gruñó hecho una furia, señalando con su cabeza a un punto en el suelo. Giré mi cabeza en esa dirección y, ¡ahí estaba mi helado!

—¡Mi helado! —exclamé. Lo escuché soltar una corta risa, no una divertida.

—¿Casi mueres y te preocupas aún por un helado? —preguntó incrédulo.

—Era de frutilla, ¡Dios!, ¡amo el helado de frutilla! —exclamé para luego enfocar a ese chico, con toda la disposición de reclamarle. Pero…, él ya estaba caminando para su auto, furiosa me acerqué—, ¡casi me matas y encima me dejaste sin helado! —Me miró por encima del hombro, frunciendo el ceño, y su cara de enojo cambió a una muy divertida, lo sabía porque segundos después estalló en una sonora carcajada. Demasiados cambios bruscos de humor, pero qué les digo, yo tampoco estaba siendo muy cuerda en ese momento.

—Creo que te llevaré a que te revise un doctor, creo que la impresión afectó tu cabeza —sugirió muy divertido. La ira creció vertiginosa por todo mi ser y seguramente estaba roja.

—Imbécil —murmuré lo suficientemente alto para que ese arrogante, prepotente e insufrible me escuchara.

—Óyeme, aquí la culpable de todo eres tú. —Respiré un par de veces, buscando calmarme, pues muchos ojos estaban puestos sobre nosotros. Le dediqué una mirada fulminante y con toda la educación que mis padres habían invertido en mí, saqué mi dedo de en medio, giré sobre mis pies, escuchando como reía con soltura. Me alejé a grandes zancadas, murmurando miles de profanidades. ¡Güero imbécil!




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