A pesar de todo ©

Capítulo 40: Sin miedo

Me enfundé un conjunto para dormir muy abrigador, pues el frio cada vez se tornaba más fuerte, así como la conmoción de sentimientos que me estaban embargando. Y es que no lo podía creer, Kyan estaba ahí, tan cerca. Cerré los ojos con fuerza, podía sentir como cada milímetro de mi piel se erizaba, en como los recuerdos de sus caricias estaba muy presentes en la memoria de cada parte de mi cuerpo, el cual lo proclamaba y en ese momento más que nunca pues su esencia nuevamente se había adherido a cada órgano que me componía. Entonces el miedo me paralizó, miedo a sentir de nuevo a dejar que mi corazón tomara las riendas de mis acciones, miedo de quebrar mi poco autocontrol, ese que se había visto gravemente socavado con solo verlo y saberlo cerca. Entonces, con todos mis sentimientos encontrados y luchando por emerger, decidí que lo evitaría, porque si antes no me fiaba de mi misma, mucho menos en esos momentos que la nostalgia y la necesidad se acrecentaba con cada segundo que pasaba. Y para lograr sosegarme un poco, me acurruqué en la cama y decidí que leería un poco, buscando distraer mi mente, esa que se empecinaba en traer a la superficie un sinfín de recuerdos que no me hacían nada de bien, o eso creía, sin embargo, mientras luchaba con prestar atención al texto, tocaron a la puerta.

De inmediato un sinfín de partículas se encresparon y se magnetizaron por la colisión; tocaron nuevamente y atraída por las corrientes que emanaban y que eran como hilos que nos halaban uno al otro, me acerqué. Abrí la puerta con lentitud, quizá ya había logrado hablar con alguien, sin embargo, una charola con comida yacía sobre el piso de duela de roble. Una sonrisa se deslizó sobre mis labios, miré a ambos lados del pasillo y no había nadie. Me agaché y recogí la charola, entré de nuevo. Observé la comida, olía delicioso, fin, ya no pude resistirme a la tentación de comer y prácticamente me devoré la comida, huevos revueltos con jamón, tostadas francesas y chocolate caliente. Tiempo después bajé, con la disposición de lavar los platos y si me lo encontraba pues le daría las gracias, nada más.

Abajo, escuché la televisión, ¿cómo era posible que hubiera televisión por cable y no señal telefónica? Sacudí la cabeza y me aproximé a la cocina, estando ya ahí, observé que había elementos de la cocina, que seguramente utilizó para cocinar, sucios. Empecé a lavarlos, como muestra de mi agradecimiento. Entonces, escuché sus pasos, de inmediato el plato que tenía en las manos se deslizó de entre mis dedos y cayó al lavaplatos, salpicándome. Entré en pánico al ver el desastre que había hecho aunado a que cada vez lo percibía más cerca.

—No tienes porque lavar los platos, lo voy a hacer más tarde… —murmuró. Me encogí de hombros, no quería hablar y que la voz que saliera cortada, lo que seguramente sucedería. Y no podía culparlo, su presencia desde siempre había trastocado toda mi mente, entorpeciéndola. Lo escuché acercarse.

—No te preocupes, son solo unos cuentos platos —apunté. Lo escuché suspirar.

—Como digas, a ti nunca podre ganarte —comentó divertido. De inmediato una descarga me recorrió, esa frase me la había dicho millones de veces, alegando a que nunca iba a poder negarme nada. Entonces lo sentí a mi lado—, pero esta vez no vas a impedir que te ayude. Tú los lavas y yo los seco, ¿te parece? —Asentí con la cabeza. Sentía la garganta cerrada y el pecho apretado. No, no, definitivamente haber salido de mi fortaleza había sido una mala idea. Una vez que terminamos, me apresuré a salir pues sentía las chispas que nuestra cercanía provocaba, apoderándose de mí, nublando mis sentidos, inyectándome directo a mi torrente sanguíneo deseo y necesidad. Sin embargo, escuché sus pasos atrás de mí.

— ¿Nunca podremos ser amigos? —preguntó, con su voz entre dolida y desesperada. Cerré los ojos con fuerza, así como hice mis manos puños. Él no sabía cuánto deseaba poder dejar todo atrás y lograr verlo como amigo, poder hablar con él sin sentir la necesitad de besarlo, de estar a su lado sin necesitar tocarlo. Era una lucha titánica a la cual estaba sometida y lo peor de todo era que desde siempre esa batalla la tuve perdida. Él era mi debilidad. Volví sobre mis pies esperando estar a una distancia prudente pero no, estaba a centímetros de mí. Pestañé aturdida, mientras retrocedía.

—Claro. —Logré apenas decir. Asintió con la cabeza, sus ojos no despegándose de los míos, su mirada atrayéndome y sumergiéndome. Noté como dio un paso adelante, pase saliva con dificultad, mi respiración se hizo errática, él lo notó pues de inmediato una sonrisa se apoderó de sus labios, esa misma sonrisa arrogante que me dejaba entrever que disfrutaba ver lo que me provocaba.

—Entonces, ¿por qué huyes de mí? Yo no voy a lastimarte, ya no más. —La sinceridad estaba plasmada en cada una de sus palabras y gestos, lo cual me desarmó casi por completo.




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