Una mañana me desperté y nada más que me levanté de la cama sentí un líquido caliente corriéndome por las piernas.
Había roto la fuente y estaba sola en la casa.
Llamé a todo el mundo, me di un baño y esperé que llegaran para ir para el hospital.
Aquella experiencia fue traumatizante, el cuerpo humano es una máquina perfecta y uno de los momentos en que más se pone de manifiesto es al traer una nueva vida a este mundo.
¿Cómo es posible aguantar tanto dolor?
No me tocó ser atendida por la mejor de las guardias médicas. Me acostaron en una cama que no tenía ni sábanas, solo el colchón de espuma forrado de un hule verde y me dieron una sabanita para “taparme” que no me cubría ni los pies. Había un frío terrible en aquel salón de preparto y cuatro camas de las que solo dos estaban ocupadas.
La muchacha que estaba a mi lado, llevaba 10 horas allí luchando por traer al mundo a su bebé. Estaba aguantada de la baranda de la cama haciendo cuclillas, cuando resbaló con su propia sangre y cayó al piso sentada. Yo di un brinco en la cama que el equipo que me tenían puesto para monitorear los latidos de la bebé se me soltó. Ella solo decía “ayuda, ayuda”. Para mi sorpresa, el mal llamado "team médico" que nos acompañaba en aquella sala, que aparentemente estaba enfrascado en una conversación la mar de divertida, ni se inmutó con el suceso. Una de las doctoras, por demás mujer, miró a la muchacha indiferente y le dijo:
-Mamita vamos, aguántate de la baranda y sube.
Cuando escuché aquello el alma se me cayó al piso. Sabía que estaba sola allí y que nadie iba a hacer nada por mí, al fin y al cabo, yo no era hija ni pariente de nadie importante.
Con cada contracción, pujaba con todas mis fuerzas.
A las dos horas de estar aguantando los peores dolores de mi vida, mi compañera se puso de parto. No la vi más y me quedé sola en la habitación.
Mis contracciones aumentaron y yo sentía que me iba a partir al medio con cada una de ellas.
Me entraron unos deseos de ir al baño que no podía aguantar y cuando me acerqué a la enfermera y se lo comuniqué, me dijo que tenía que ir sola hasta el baño que estaba en el cuarto de recuperación.
Para allá fui, arrastrando mi suero como un prisionero arrastra las cadenas. La muchacha que me había hecho compañía estaba tendida en una de las camas, que tampoco tenía sábanas, con una bebé hermosa de 10 libras pegada a su pecho. Ella estaba acabada, se le podía ver en el rostro, era un alma en pena y estaba allí sola.
Aquel baño era la viva imagen de la suciedad y la falta de higiene: papeles, residuos de todo tipo por el piso y por el inodoro. Traté de no sentarme, pero las piernas no me respondían, tenía contracciones y pujos uno detrás del otro y sentía que yo iba a dar a luz en aquel baño.
Traté de llamar a la enfermera, pero nadie me escuchaba, ellos estaban en su novela o en su conversación.
Con cada pujo sentía una cosa dura entre mis piernas, al tocarme y percatarme que era la cabecita de la bebé empecé a llorar y a pedir ayuda.
Fue mi compañera de antes la que llamó a una doctora.
-Seño, ahí en el baño hay una muchacha que está pidiendo ayuda y creo que no se puede parar.
Aquel ángel entró al baño y al verme se le transformó el rostro.
-Muchacha ¿Pero que tú haces aquí?
-No me puedo parar seño.
Fue lo único que atiné a decirle.
Me levantó por el brazo y me llevó para preparto.
Cuando los demás la vieron se movilizaron enseguida así que al parecer la doctora tenía alguna jerarquía. Más tarde supe que era la jefa de la guardia y que estaba resolviendo unos asuntos en otra parte, por eso no la habíamos visto ese día.
-Esta muchacha estaba sola en el baño, ¡ustedes están locos! Así mismo se cae o algo peor ¿Ya la examinaron?
Le preguntó al resto de los médicos.
-Alina, ella lleva dos horas aquí nada más y es primeriza. Ella no puede estar de parto todavía, según el protocolo…
-El protocolo no es una camisa de fuerza Jesús, y ella está de parto, te lo digo yo. Vamos corazón que te voy a examinar, a ver acuéstate.
Fue la única persona que me trató con un poco de humanidad en aquel lugar y por eso le voy a estar eternamente agradecida. Efectivamente y para la sorpresa de todo el team de guardia, yo estaba de parto.
Lo que vino después está muy confuso en mi mente y los detalles se han ido desdibujando, luces, muchas manos sobre mí, “puja mamita puja”. Solo recuerdo que después de un dolor muy intenso como de una quemadura profunda, exactamente a las 2 y 15 minutos de aquel lunes, me pusieron en los brazos un bultico rosado que daba unos alaridos terribles.
Verónica.
7 libras con 13 onzas, 51 centímetros de largo y 36 centímetros de circunferencia cefálica. Esos números se quedaron grabados en mi memoria y allí estarán para toda mi vida.
En la sala de post parto volvimos a quedarnos olvidadas del mundo.
Me dolía cada centímetro de mi cuerpo, tenía la boca seca y una bebé en mis brazos que desde el minuto cero se prendió de mi pecho y comenzó a succionar con una fuerza descomunal.
Tenía dos compañeras más en mí misma situación. La de la bebé de 10 libras a mi izquierda y a mí derecha una muchacha que no podía tener más de 15 años. Estaba acostada boca arriba y a pesar de ser mulata tenía el rostro más blanco que un papel. A su lado un bebito lloraba desesperado.
Yo estaba adolorida pero me veía en mejor estado que ellas dos. Pude sentarme en la cama para darle mejor el pecho a la bebé, así evitaba quedarme dormida con ella al lado y que se me fuera a caer. Ni siquiera pusieron unas cunitas plásticas a nuestro lado, debíamos estar con todos los sentidos alertas después de haber pasado por la experiencia más dolorosa de nuestras vidas.
La muchacha de 15 años, hizo por levantarse de la cama y nos pidió que le vigiláramos al bebé.
Cuando se paró nos percatamos que había perdido muchísima sangre. Aquello parecía la escena de un crimen. No había llegado a la puerta del baño y se desplomó como una pluma contra el piso.
Nos pusimos a gritar como locas pidiendo ayuda. A esa hora se formó un corretaje tremendo. Como por arte de magia, salieron médicos y enfermeras que no habíamos vistos hasta ese minuto.
-Rápido, hay que transfundirla.
Escuché decir a uno de los médicos.
Se llevaron a la muchacha y a su bebé y no volvimos a saber de ella.
Después del incidente, cada 15 minutos venían y nos revisaban, nos palpaban el vientre y nos examinaban debajo de los ojos.
Como siempre, aquí ponemos el parche después de que el hueco se abrió y se rompió toda la tela.
Afortunadamente, Verónica y yo salimos ilesas de aquella batalla.
Pasamos tres días en aquel hospital, por el que desfiló toda la familia y todos los amigos. A toda hora Verónica lloraba, la leche no me había bajado completamente y aquello me desesperaba más a mí que a ella.
Cuando nos dieron el alta, no pudimos ir para la casa porque era una construcción en pie de obra, así que volvimos al apartamento donde habíamos acomodado las cosas lo mejor que pudimos.
Durante todo el embarazo pensé que el parto iba a ser lo más difícil de toda aquella experiencia. Que ingenua era, lo más difícil de toda mi vida estaba a punto de llegar y para eso no había libro que te preparara.