A solas con el alma

Capítulo 4: La soledad

El postparto es un camino solitario. 
A pesar de tener todo el tiempo una pequeña vida que depende completamente de ti, te sientes sola.
Terriblemente sola.
Yo vivía lejos de mi casa, los primeros quince días mi mamá y mi suegra se turnaron para que nunca estuviera sola, ni de día ni de noche.
Pero después cada una tuvo que retomar su vida y me sentí como cuando le quitan las rueditas de apoyo a la bicicleta. 
Así tambaleante, le fui cogiendo el ritmo a mi nueva vida. 
Mi día no tenía un horario normal porque Vero cambió el día por la noche. 
Después de la una de la mañana veíamos Multivisión toda la madrugada y cuando salía el sol sobre las 6 y media, ella caía en un sueño profundo. Me pregunté si me habría salido vampira la bendición.
A esa hora tenía que ponerme a hacer todos los quehaceres que llevan consigo un recién nacido: hervir, lavar, planchar, guardarlo todo, limpiar aquella casa y alimentar a Vero.
Ella no quería saber de otro lugar que no fueran mis brazos y a pesar de lo desgastante de la tarea, me encantaba aquello.
Que si tenía mamita decían, bueno pues yo tenía hijitis.
La mayoría de los días, me encontraba a las 5 de la tarde sentada con Vero en brazos reluciente y olorosa, alimentada y satisfecha y yo sin ni siquiera lavarme los dientes.
La lactancia fue mi enemigo todo ese tiempo. Tuve que aprender de agarre, de postura adecuada y de horarios. Pensé que nunca iba a ser capaz de alimentar a mi hija correctamente. Vivía pendiente de su peso y me atormentaban todos los comentarios a mi alrededor, que si está flaca, que darle un poco de leche, que mírala cómo está, esa niña no se llena. 
Me sentía abrumada, incapaz y llevaba una culpa inmensa sobre mí. 
Luego comprendí que esa culpa es inherente a la maternidad y que tiene siglos de antigüedad. Nada, que las madres siempre lo estamos haciendo mal o lo podríamos hacer mejor, pero nunca estamos bien. 
En esta parte de la historia no hemos hablado mucho de Él, porque la verdad no hay mucho que decir.
Su papel, de acuerdo a sus propias palabras, era trabajar.
Yo lo aceptaba y hasta me sentía mal en ocasiones de lo mucho que trabajaba para mantenernos. Era tanta mi comprensión que nunca vi mal las cosas que pasaban entre nosotros.
Era normal que Él llegara del trabajo y me preguntara si estaban limpios los zapatos tal o planchada la camisa x. Mi respuesta siempre era conciliadora.
-A ver amor, ¿No hay otra camisa que te pueda poner?¿Alguna que esté planchada?
-No, hoy me iba a poner esa.
La que no estaba planchada.
Yo me paraba y alistaba la camisa. Con mi moño de batalla y mis dientes sucios, pero Él se iba con su camisa planchada.
Nunca cambió un pañal porque le revolvía el estómago hacerlo. 
Jamás sintió llorar a Vero en la madrugada a pesar de tener un galillo que hubiese sacado a una persona del estado de coma. A veces, le ponía la niña justo a su lado gritando, y nada, realmente era inmune a su llanto.
Las madrugadas dando pecho las pasaba con mi propia compañía, nunca hubo un vaso de agua o una conversación. Nada. Yo estaba sola.
Veía los cielos abiertos cuando mi mamá entraba por la puerta cada dos días que era su franco, siempre con el mismo buenos días:
-Dime, ¿Qué hago?
Yo le entregaba a su nieta en brazos que para mí era la mejor de las ayudas. En menos de dos horas hacía todo en la casa y me daba un baño restaurador sin tener que estar corriendo bajo la ducha.
La relación entre mi mamá y Él se empezó a deteriorar. Nunca entendí por qué, al menos no en aquel momento. No lograba comprender que ella ya avizoraba el desmadre de mi vida y tantas otras cosas que yo estaba normalizando.
Mi mamá empezó a ir a la casa los días que Él trabajaba, incluso cambió sus turnos para que no coincidieran. 
Estaba conmigo el día entero y cuando empezaba a caer la tarde se iba. 
Volvía a quedarme sola. 
Él llegaba del trabajo buscando la comida que muchas veces yo no tenía hecha aún, y ahí comenzaba una discusión.
Después yo me sentía culpable de mi falta de tiempo, de no tener la capacidad de clonarme en 7 más y ocuparme de todo.
Él me decía que tenía que organizarme mejor y yo le creía. 
Nuestra relación se convirtió en una cadena de monosílabos. Del muchacho atento y detallista no quedaba ni la sombra.
Estaba molesto todo el tiempo, de mal humor.
No me tocaba ni con la punta de los dedos.
Al principio yo no tenía mucho tiempo de pensar en aquello. Pero con el paso del tiempo me fui percatando de sus cambios hacia mí.
Comencé a esforzarme por estar presentable cuando Él llegara del trabajo. Hacía un tiempo media hora antes y me arreglaba un poco, adelantaba la comida y recogía la casa.
Nada de eso cambió la dinámica entre nosotros.
De la noche a la mañana éramos dos desconocidos.
A los 3 meses de Vero, Él recibió una oferta de trabajo en un lugar nuevo que estaba de moda y en el que iba a ganar mejor. 
Lo malo era que iba a tener que trabajar de noche, un día sí y otro no.
Al principio no vi nada de malo, incluso me alegré porque eso representaba una mejora económica para la familia.
Aquello fue el principio del fin.
En aquel lugar solo iban personas de dinero, que podían gastar más de 100 CUC en una noche. Allí todo era lindo, desde las paredes, las dependientes y cada uno de los clientes.
Un día que estaba de paseo con Vero por La Habana, decidí llegarme para conocer el sitio.
Me sentí fuera de lugar completamente, pero Él no, Él estaba como pez en el agua.
Cambió su forma de vestir, su pelado y hasta su manera de sonreír. Todo era ensayado, una puesta en escena para dar una imagen preconcebida.
Yo estaba más sola que nunca. El día que trabajaba se iba sobre las 5 de la tarde y no regresaba hasta el otro día casi a las 11 de la mañana. Llegaba listo para la cama después de toda la madrugada despierto. 
No salía del cuarto hasta entrada las 8 de la noche en que comía y se volvía a acostar.
Era un bucle infinito que se repetía hasta el cansancio.
Me adapté a estar sola con mi hija. La ponía en el cargador y me iba a caminar con ella. Recuperé amistades que se habían distanciado, visitaba a mi familia, me pasaba el día con mi mamá y así se me iba la semana; sin saber prácticamente nada de Él.
Algún que otro sábado, salíamos los tres a comer por ahí pero nunca Él y yo solos.
Nuestra vida sexual se deterioró tanto que llegué a pensar que ya no le gustaba.
Yo me miraba en el espejo y no me reconocía, mi cara estaba diferente, mi pelo ya no era el mismo siempre arreglado y con brillo. Ni hablar de mi cuerpo, parecía un tigre de la cantidad de rayas que tenía. 
Mi solución fue esconder un poco todo aquello con lo que no me sentía a gusto. Me vestía ancho y casi nunca me desnudaba por completo frente a Él.
Él entraba y salía constantemente, siempre tenía algo que hacer fuera de la casa. 
Pasaron los meses y Vero comenzó a comer o bueno, a mal comer.
No le gustaba nada, me escupía la papilla la hiciera de lo que la hiciera.  Era una tarea frustrante. Vivíamos en un quinto piso y yo la sentaba cerca de la ventana para distraerla y tratar de que comiera. Era imposible alimentar a aquella criatura.
Un día en mi desesperación tiré el pozuelo de comida ventana abajo con cucharita y todo.
Me senté con ella en el sillón y se durmió plácidamente como si no me hubiera hecho perder la paciencia 10 minutos atrás.
Allí me encontró la vecina del primer piso, Miriam,  que venía con el pozuelo y la cucharita recién lavados. No sé lo que habrá visto en mi cara, pero me miró con dulzura y me preguntó:
-Mima ¿Tú quieres hablar?
No sabía realmente lo que necesitaba hablar con otro adulto hasta que ella me hizo esa pregunta.
Comencé a llorar en silencio mientras le decía que sí con la cabeza.
Ella abrió la reja del apartamento y entró, tomó a Vero y la acostó en la cuna. Me sirvió un vaso de agua y se sentó frente a mí.
Me tomó una mano y me dijo:
-Llora mima, desahógate.
Y eso hice, lloré en calma con aquella señora aguantándome la mano. Éramos vecinas pero solo habíamos cruzado saludos desde el tiempo que yo vivía allí. Sabía que vivía sola porque nunca había visto a nadie más que ella en su casa, pero más allá de eso no la conocía de nada.
-Mira.
Me dijo con calma.
-Esto por lo que tú estás pasando es normal. Esta etapa de los niños es así, pero tú tranquila que todo pasa.
Yo quería creerle con todas mis fuerzas pero en ese momento sentía que toda mi vida iba a ser así. Que ya no volvería a ser la misma de antes nunca más.
Me abrazó con la complicidad de una amiga de toda la vida. Y desde ese momento lo fuimos.
Ella estaba sola porque era viuda y sus dos hijas vivían en Canadá. Vero y yo nos convertimos en su alegría y ella fue un bálsamo para mí. 
Una mañana tocaron a la puerta, era el cobrador de la luz. Cuando aquello no había Transfermovil ni nada por el estilo y aquel hombre todos los meses subía los cinco pisos de varios edificios del reparto para cobrar la luz.
-Hola buenos días. Un momentico déjeme buscar el dinero.
Me puse a revisar todas las gavetas, los bolsillos y nada. Ni un peso. Que vergüenza con aquel hombre decirle que no tenía para pagar la luz.
Llamé por teléfono a Miriam y sin dudarlo ella subió y me alcanzó el dinero.
-Miriam un millón de gracias, qué pena.
-No seas boba niña, lo que me preocupa es que estés aquí sola sin dinero. Bueno cualquier cosa tú sabes que me puedes llamar. Voy a la tienda ¿Necesitas algo?
-No mi vida, nada. Cuando llegues me llamas para bajarte un poquito de arroz con leche que hice.
-Uyy que rico. Déjame apurarme entonces.
Cerré la puerta y las palabras de Miriam resonaban en mi cabeza.
Si pasaba cualquier cosa, yo no tenía ni un peso para salir a la calle. 
Esa tarde cuando Él llegó del trabajo, lo estaba esperando para conversar.
-¿Sabes qué? Hoy vino el cobrador de la luz y busqué en la bolsita del dinero y no había nada.
Me miró con cara de obstinado.
-Se me olvidó echar dinero ahí ¿Cuál es el problema?
-¿Cómo que cuál es el problema? Si pasa algo no hay un peso en toda la casa, si tengo que comprar algo o qué sé yo.
-Mira en primer lugar nada va a pasar, en segundo lugar aquí las cosas de la casa las compro yo y por último ese es mi dinero así que no me sofoques.
Aquellas palabras se me clavaron en el pecho como un puñal. 
Nunca me había hablado así ni me había visto con esos ojos de desprecio.
Se dio un baño y se acostó a dormir.
Yo bajé con la niña para casa de Miriam y allí estuvimos el resto de la tarde. Cuando subimos Él seguía durmiendo como si nada, me acosté a su lado en silencio y por primera vez en mi vida me pregunté si aquella era la vida que quería para Vero y para mí.




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