12 de enero de 2015.
Mi mamá era un manojo de nervios con pies y manos mientras guardaba unos papeles en su cartera. De tanto en tanto miraba alrededor, rebatiéndose los sesos con lo que, supuse, se podría haber «olvidado» de hacer.
Contuve la respiración y cerré los ojos cuando llegamos al centro de rehabilitación; el recuerdo del arrebato de Abby seguía fresco en mi memoria. No había regresado desde entonces.
Deduje, por la tensión en los hombros de mi madre, que yo no era la única atormentada por la ansiedad, en tanto nos atrevíamos a entrar. No quise ser paranoica, pero creí que los presentes rememoraron ese día apenas nos vieron.
∞∞∞
No logré concentrarme en los apuntes de la universidad que había llevado mientras esperaba a la doctora Baker, pese a mis esfuerzos por adelantar contenidos del temario de la asignatura que más se me estaba dificultando.
Mamá levantó la mirada de una revista, al mismo tiempo que yo, cuando la fisiatra, una mujer bajita de cabello castaño claro, casi rubio, nos llamó a su consultorio con la mano. La familiar decoración nos recibió. Las paredes eran claras; había, también, una camilla blanca en una esquina y un amplio escritorio de pino en el centro, con una placa dorada que llevaba su nombre y el número de su matrícula, y varios sobres marrones apilados a un costado. Algunas colchonetas estaban regadas por el suelo, además de algunos juguetes que utilizaba para evaluar a los niños.
Se sentó en su silla también clara. Nos invitó a hacer lo mismo y sostuve los bastones a mi lado, expectante.
Buscó mi historia clínica entre la pila de sobres marrones.
―Bien. ―Apartó la vista del montón de hojas que contenían información de mi estado de salud, a lo largo de los años, y cruzó las manos sobre la mesa―. Llegó a mis oídos lo que sucedió hace unos días.
Hundí los hombros, tensa, y la garganta se me cerró por un segundo. La parsimonia y la cautela en su voz no amortiguaron los nervios que se me alojaron en la boca del estómago.
―Estoy al tanto de que tu kinesióloga no cambió tu rutina de ejercicios, a pesar de mi petición ⸺mencionó, reprimiendo una mueca de disgusto.
Sus ojos me escrutaron al tiempo que se concentraba en sus pensamientos.
―Tienes dos opciones... una, en realidad ―murmuró, al cabo de unos segundos.
Reacomodé mi posición en la silla y no perdí de vista su rostro.
―¿Cuál? ―pregunté, interesada.
Reemplazó la contrariedad en sus facciones por convicción, casi en un santiamén.
―Irte ―sentenció―. Es lo mejor que puedes hacer.
La doctora Baker me atendía desde los ocho años. Desde el comienzo nos pareció, a mi familia y a mí, que era una persona honesta, fiel a su trabajo y a sus principios. No entendía por qué continuaba trabajando en un lugar como ese.
―Elizabeth, conozco un centro de rehabilitación bueno para ti. La fisioterapeuta es una colega mía de hace años. El único inconveniente es que queda lejos ―concluyó, haciendo una mueca apenada.
Giré el cuello, con lentitud y vacilación. Encontré esperanza y convicción en los ojos de mi madre cuando, después de lo que me pareció una eternidad, establecimos contacto visual. De alguna u otra manera teníamos que tomar la opción que nos estaban ofreciendo.
―Queda a criterio de tus padres y de ti. ―La doctora escribió en un papel que no le servía y me lo entregó. Leí el nombre de la institución recomendada, abajo estaba el número de teléfono y la dirección. Por un momento, una chispa de esperanza me calentó el pecho―. Conozco a algunos de los profesionales, son muy buenos. Puedo hablar con la doctora Adams para que elija a la kinesióloga que considere idónea para ti. De verdad espero que puedas ir. ―Me sonrió.
Un peso se me desprendió de los hombros al reparar cómo la preocupación pareció habérsele esfumado a mi madre en grandes porcentajes; su rostro y sus hombros ya no lucían tensos como antes. Escruté el borde del escritorio, procesando la propuesta en mi cabeza.
Oímos unos golpecitos al otro lado de la puerta. La silueta alta y agotada de Christopher se materializó en la instancia, tras recibir el permiso de la fisiatra. Supuse que tuvo problemas para conseguir un autobús, por su respiración dificultosa y el rubor en sus mejillas y en su cuello.
Me levanté de la silla, ante el pedido de la fisiatra. Chris me agarró de la cintura y me ayudó a subir a la camilla para comenzar el chequeo. Me quité las férulas y las zapatillas y me masajeé los pies, de manera breve.