A través del espejo

Yo, para siempre

Como si me hubieran puesto propulsores comencé a subir. Abrí los ojos aterrado, quería respirar, lo necesitaba. El cielo que me mostraba el agua sobre mi cabeza era diferente. Bajé la mirada a mis pies, no podía creerlo. Tras mis calcetines se veía un cielo ya cubierto de estrellas, árboles de abeto moviéndose de un lado a otro. El último plano que había visto segundos antes estaba quedando cada vez más atrás. No entendía que estaba pasando, no había sentido alguno, ni siquiera tenía la cuerda atada a la roca.

Instinto o no, volteé arriba, la superficie estaba cada vez más cerca. Mis brazos y pies se movieron por sí solos, aunque no lo quisiera, una parte de mí deseaba salir de ahí. La necesidad de respirar era demasiada e incontrolable. Arriba, la luz del día me chocaba cada vez más en los ojos. Fue un último impulso antes de poder asomar mi cabeza fuera del agua. Cuando al fin salí tosía como si se me fuera la vida.

Esto, no puede ser...

Tardé un poco en notar que me estaba apoyando con ambas manos y rodillas. Entre jadeos encogí los dedos.

¿Arena?

Abrí los ojos con sorpresa y espanto, frente a mí había una vista que no olvidaré jamás. Kilómetros y kilómetros de una extensión blanca, las montañas habían sido cambiadas por montes verdes a lo lejos; palmeras y arbustos floreados adornaban unos metros más allá. Frente a mí había una roca que me dejó helado. Estaba a la misma altura que el puente, y yo, en lo que sería el fin de su camino.

Acabé sentado de la impresión, no tardé en revisarme. Miré mis manos, eran blancas y pálidas, palpé sobre mis costillas, no sentía una delgadez extrema; seguía vistiendo con la misma ropa, y mi cara no había cambiado. El agua era transparente, un espejo nítido; podía ver mis facciones en el. Lamí mis labios, era agua salada.

—Hola.

Una voz infantil me hizo chillar como niña. Retrocedí mirando a todos lados, el screamer resultó ser una pequeña de unos cuatro o cinco años, vestía de una madera extraña, como suelen tildar a los hawaianos en las películas. Una corona de flores, una falda echa de hojas de sauce, estaba descalza, y lo más extraño, me miraba atenta y con una gran sonrisa. Una que sentía había visto en otro lugar, y entonces lo recordé, era Marisol, el angelito de las montañas, una de las tantas niñas que fue muerta por los españoles. Según la historia, ellos lanzaron al río en su conquista a miles de niños indígenas para causar pánico en su población, pero en vez de despertar su odio y estallar de una vez su paciencia, ellos se sintieron dichosos, pues estaban en la vida que les ofrecía su Dios. Su cabello rojo como de fuego era real, como la leyenda lo decía.

Antes de poder responderle, gritó a todo pulmón algo que no pude descifrar. Parecía que la tierra vibraba a su voz. Tras acabar su grito me extendió su mano.

—No temas, ven conmigo.

La niña me miraba con detalle (debo admitir que tardé en espabilar, la pobre debió darme unos segundos). Podía sentir las conchillas en mis pies, el agua subiendo y bajando a la altura de mis tobillos.

— ¿Quién?

—Ya vendrán las preguntas.

Y me jaló dejándome de pie junto a ella. Me quedé paralizado, no sabía bien si de miedo o asombro.

Claro, acabas de morir y te asusta una niña.

—Sujétate fuerte, los demás no tardarán en venir.

— ¿Sujetarme?

Ni siquiera alcancé a interpretar del todo sus palabras cuando literalmente estábamos volando a metros del suelo. Fuimos directo a esa masa de verde a lo lejos. Contuve mis gritos lo mejor que pude, pero al estar esquivando palmeras, árboles y rocas chillé como nunca en mi vida. Ella en cambio, se reía, de seguro que era muy gracioso verme sufrir. Cerré los ojos, la idea de golpearme contra algo me aterraba, no quería herirme, no otra vez.

—Abre los ojos, ya llegamos.

Y me soltó, literalmente acabé sentado de nalgas en el suelo, y por si se lo preguntan, sí, dolió. A nuestro alrededor se aproximaron cientos, quizá miles de personas. Estábamos en algo que me parecía muy familiar, era como un cenote, solo que completamente sin agua. Había un murmullo general, la niña estaba a mi lado en el centro de lo que fuese esa cosa, y a los lados se acumulaban cada vez más y más personas. De repente una planta comenzó a brotar frente a nosotros, y el silencio se hizo de manera alarmante. La niña se arrodilló, y todos los demás le siguieron.

—Gran madre, este chico acaba de nacer.

No sabía si moverme o no. El ambiente había cambiado repentinamente, si me sentía en peligro cuando esa masa hablaba, su silencio alteraba aún más mi adrenalina.

—Lo sé. Acércate, Jean.

No podía moverme, parecía que mis fuerzas se habían ido por completo. Una de las hojas se meció levemente, y antes de saber cómo, estaba hincado frente al girasol. Su cara café parecía mirarme.

— ¿Qué haces aquí, querido?

¿Qué responder a ello?

Las palabras del profesor de literatura volvieron a mi mente como si las llamara. Miré a la flor avergonzado.

—Eso lo sabes...

No logré contener mi vista en esa cara inexistente. Mi rostro terminó mirando la suave arena entre mis dedos. Los murmullos volvieron a llenar el aire, y pude respirar en paz durante unos segundos.

—Silencio.

Su voz era firme pero suave a la vez. No tenía palabras para expresar la tranquilidad que sentía estando cerca de ella, y a la vez lo estúpido que me consideraba.

—Jean, mírame hijo. Tengo algo que decirte.

Obedecí con temor. Nunca antes había hablado con un girasol, era ver una escena de Alice in Wonderland.

—El río se seca cuando el agua de la montaña se acaba.

— ¿Y eso, qué significa?..

—Nada realmente, pero no deberías estar aquí.

Mi cara de desconcierto debía ser mucha, porque a mí alrededor todos parecían tragarse su risa. Mi cara enrojeció como nunca antes, solo de eso estaba seguro.



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En el texto hay: ciclos, relatocorto, mas alla

Editado: 31.07.2020

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