Ana con una tristeza palpable, cada vez que miraba su reflejo en el espejo, sentía que el reflejo que le devolvía la mirada era ajeno.
La primera sesión de quimioterapia había llegado y con ella, la realidad de su enfermedad se hizo más intensa.
Con manos temblorosas, comenzó a acariciar su cabello rizado, ése símbolo de vida y vitalidad que siempre había amado.
Pero pronto, los primeros mechones comenzaron a desprenderse, como si cada uno llevaba consigo un pedazo de su esperanza.
Las lágrimas brotaron sin previo aviso, y Ana sintió que el dolor la envolvía.
Decidida a proteger a su padre y a su hermana del sufrimiento que la consumía, tomó una decisión difícil: usaría pelucas.
Era un acto de valentía y desesperación al mismo tiempo.
En la intimidad de su habitación, se probó diferentes estilos y colores, cada uno convirtiéndose en una máscara que ocultaba su dolor.
Se reía al verse con una melena rubia o un corte atrevido, pero en el fondo sabía que era sólo un disfraz.
Las primeras veces que salió con la peluca puesta, sintió como el mundo a su alrededor continuaba sin darse cuenta de su lucha interna.
Su padre sonreía al verla y Noemí trataba de hacer sonreír a todos con chistes tontos.
Pero en ésos momentos de alegría compartida, Ana sentía un vacío profundo.
Era como si estuviera jugando un papel en una obra teatral donde cada sonrisa era un recordatorio del dolor que ocultaba.
Con el tiempo, las pelucas se convirtieron en parte de su vida diaria.
Sin embargo, cada noche, cuando nadie estaba mirando, Ana se despojaba de ésa fachada.
Al mirarse nuevamente en el espejo sin la peluca puesta,se permitía llorar por lo que había perdido y lo que estaba por venir.