A medida que los días pasaban, Ana intentaba mantener una fachada de fortaleza frente a su hermana y a su padre.
Sin embargo, había momentos en que la tristeza la envolvía como una sombra, recordándole la enfermedad que tenía.
Era en esos instantes de soledad que las lágrimas brotaban sin aviso.
Una tarde, mientras el sol se ponía y llenaba la habitación de un cálido resplandor dorado.
Noemí entró sin hacer ruido. Se encontró con Ana sentada al borde de la cama, con los ojos vidriosos.
En ése momento Ana no pudo contenerse más y las lágrimas comenzaron a caer.
— ¿Porqué lloras? —preguntó Noemí con preocupación, acercándose rápidamente a su hermana.
Ana trató de sonreír, pero sólo pudo sacudir la cabeza.
— No es nada...sólo que estoy un poco triste —dijo, intentando ocultar el verdadero motivo detrás de sus lágrimas.
Noemí se sentó a su lado y tomó su mano.
— Sabes que puedes contarme lo que sea. No tienes porqué hacerlo sola.
Ana suspiró profundamente.
— Es sólo que...a veces siento que me falta mamá y me pongo a llorar, pero tampoco quiero deprimiros a tí y a papá.
Noemí frunció el ceño, entendiendo qué le pasaba a su hermana.
— No tienes que ser fuerte todo el tiempo.
En ése instante, apareció su padre por la puerta.
— ¿ Porqué tan calladas? —preguntó, notando algo en el ambiente.
Ana rápidamente se limpió las lágrimas y le sonrió a su padre.
—Nada, sólo estábamos hablando un poco —respondió Ana.
Ana y Noemí fueron a abrazar rápidamente a su padre. Formando un triángulo de amor y apoyo entre ellos.