Nora
El agarre del señor Morrison es fuerte, y me sonríe con simpatía mientras nos despedimos de todos.
Ha sido una noche perfecta. Elmer, mi amado esposo dio un discurso precioso y motivador. No me extraña que sea el presidente, es firme con todos, pero conmigo es un algodón de azúcar.
El salón está más vacío, las luces ya bajaron la intensidad y un murmullo de voces suaves flota en el aire mezclado con el aroma del vino y el perfume caro de las mujeres que pasan frente a nosotros. Nos hemos tardado más de lo que esperaba.
Elmer me toma de la mano y la aprieta con ternura, tan fuerte que me roba un suspiro.
—Lo hiciste perfecto, mi amor —susurra inclinándose hacia mí, su aliento cálido en mi oído.
Le sonrío y bajo la mirada ya algo achispada, acaricio la copa vacía de champán que aún sostengo. Ya quiero irme a casa, quitarme estos zapatos, reírme con él en la intimidad.
Nos dirigimos hacia la salida juntos. Entonces de pronto mis ojos se encuentran con la mujer que está parada en una sala antes de la salida principal, sería una ante sala.
Cuando ella se encuentra con mis ojos, la multitud se abre casi de manera imperceptible. Escucho primero el sonido de unos tacones seguros, decididos. Quería que fuera mentira, pero ahí está: rubia, alta, impecable en un vestido que parece hecho para ella, pegado a su cuerpo y marcando claramente el abultado vientre.
¡Jesús!
Mi corazón se aprieta con tanta fuerza que siento un nudo en la garganta, pero calma, esto es una coincidencia…
No.
Elmer se pone rígido al instante. Lo percibo porque su mano, esa que me sostenía, se tensa hasta casi lastimarme. Giro la cabeza y lo miro: mandíbula apretada, mirada fija, el pulso latiendo en la sien.
Puedo sentir su rabia, o su miedo, no sé qué pensar, aparte el dolor intenso que siento en mi pecho.
Ella avanza sin dudar, con esa seguridad que yo jamás podría imitar. Su perfume dulce llega antes que sus palabras.
—Elmer… —su voz arrastra una calma, suave, como si nos conociera a los tres: él, ella… y yo—. Tenemos que hablar.
Trago saliva. El salón desaparece a mi alrededor, solo escucho el retumbar de mi propio corazón.
Mi esposo no contesta, sus dedos me aprietan tan fuerte que me dejan sin aire. Lo miro y en su rostro hay desesperación, el miedo escondido detrás de los ojos ahora oscuros que se rehúsan a parpadear.
Entiendo todo sin que diga una sola palabra.
Y de repente me siento una intrusa. Una intrusa en mi propio lugar, en el brazo de mi esposo, frente a una mujer que viene a reclamar algo que yo no puedo dar.
No soporto ese nudo en el estómago, ni la punzada que me quema el pecho. Mi sonrisa falsa se borra y, con la voz temblorosa pero firme, me obligo a pronunciar:
—Disculpen… voy a dejar que hablen.
Siento los ojos de Elmer clavarse en mí, suplicantes, pero no digo nada más. No puedo.
Me aparto despacio, con el corazón desgarrado, la sensación de que acabo de abrir la puerta a un abismo en el que no sé si podré sostenerme.
Y aunque mis labios intentan mantener la calma, por dentro me estoy rompiendo en mil pedazos.
Camino hacia una de las mesas, sin saber adónde mirar. Mis pasos suenan huecos en mi propia cabeza, como si el salón entero me observara. Por dentro estoy quebrada, pero sonrío. No hay otra opción cuando un hombre mayor, de cabello canoso y traje gris impecable se acerca a mí con una copa en la mano.
Reconozco su rostro, uno de los socios más antiguos de la compañía. Me detengo porque sería grosero evadirlo.
—Señora Kingsley —me dice con una reverencia y una pequeña sonrisa—. Que gusto verla paseando por aquí, ¿puedo acompañarla?
Obligo a mis labios a dibujar una sonrisa, aunque solo quiero que esto termine de una vez.
—Por supuesto, Elmer está… —respondo bajando un poco la mirada, como si así pudiera esconder el nudo en mi estómago.
Él ríe suavemente y da un sorbo a su whisky.
—¿Sabe? Nunca había visto a hombre tan… completo. Su regreso a la presidencia fue brillante con todos los nuevos contratos, pero lo que de verdad todos comentan es que ahora tiene a alguien a su lado, eso lo cambia todo, se volvió un ser humano accesible —ríe.
Me tiembla la garganta. Siento la punzada en el pecho porque, justo ahora, esa afirmación me parece tan frágil.
—Me alegra escucharlo —murmuro, ajustando el borde de mi vestido con los dedos.
El hombre ladea la cabeza, observándome con atención.
—Usted lo estabiliza, señora. Antes era duro, calculador, frío. Ahora, bueno, se le nota en la mirada, no sé si se da cuenta —sigue, y yo de lo único que estoy segura es que tengo náuseas,
Sonrío, aunque mis labios tiemblan. Y en mi mente aparece la imagen de esa mujer, con la que estaba antes, la que lo conoció en otra vida, en otra etapa. No hay manera de reprocharle nada. No tengo el derecho.
Eso me repito, pero aun así se mete bajo mi piel como un veneno.
—Dígame, ¿qué piensa del sistema de seguridad que ofrece la empresa? Hemos estado reforzando accesos, protocolos digitales, pero siempre hay margen de mejora. Elmer tiene buen instinto, pero me gustaría saber si comparte su visión. —El socio cambia de tema, con entusiasmo.
Levanto mi cabeza, y sonrío, o un intento, no sé, pero me alegra de que de alguna manera mantenga mi mente ocupada.
—Creo que la base es sólida, pero aún hay puntos ciegos. Lugares donde una cámara extra, o un control más estricto, haría la diferencia. Y no hablo solo de lo digital, también de lo físico. A veces confiamos demasiado en las caras conocidas.
Él asiente con una sonrisa aprobadora.
—Muy cierto. Veo que usted entiende más de lo que aparenta. Elmer tiene razón al confiar en usted —alaga.
Me sonrojo levemente, aunque por dentro sigo ardiendo. Muevo mi pequeño bolso entre mis dedos, evitando que mi mirada vague hacia donde dejé a mi esposo y su acompañante, ¿qué estarán haciendo?