Adela; Tras la coraza de un hombre

1-1

—¿Usted es Adela? —preguntó Rewel sin alzar la cabeza, sosteniendo un fajo de papeles como si aquel montón decidiera el destino de toda la finca.

—Sí, señor… soy yo —respondió ella con cautela—. ¿Y el señor Israel? Me dijeron que debía presentarme con él.

Rewel soltó un suspiro breve, casi un respiro de alivio estaba cansado de hacer su trabajo y el trabajo de secretaria.

—Por fin —murmuró—. Necesitábamos a alguien que pusiera orden en los fertilizantes, los químicos, las facturas… todo esto.
Le entregó los papeles sin mirarla, como quien se desprende por fin de una carga incómoda.
—Mi papá la está esperando. Él le dirá lo que hace falta.

A pesar de la brusquedad, había una satisfacción evidente en su voz: la llegada de Adela significaba que él podría volver a lo suyo, a lo que realmente le importaba, las fincas, los cultivos, el barro en los zapatos y el olor a tierra mojada.

Ella lo observó por un instante. Llevaba pantalones de mahón marcados por el uso, una camisa de botones arrugada por el trabajo, y un sombrero de vaquero que no parecía parte del uniforme de la empresa, sino de su forma de existir. Para Adela, criada en el campo pero poco acostumbrada a ver hombres usar sombrero dentro de una oficina, aquello tuvo algo de desconcertante y, al mismo tiempo, familiar.

Rewel se movía con una prisa que no necesitaba explicación: daba órdenes sin levantar la vista, pasaba páginas como si el tiempo le debiera algo, y parecía ignorar a todo el que no estuviera cubierto de tierra hasta las botas. La muchacha entendió de inmediato que aquel hombre no estaba hecho para escritorios ni conversaciones largas.

Con los papeles contra el pecho, Adela asintió aunque él ya no la miraba.
Tomó aire, dio dos pasos hacia el pasillo estrecho donde una lámpara vieja parpadeaba y, antes de tocar la puerta de la oficina, sintió el peso verdadero de su primer empleo.

Allí dentro la esperaba Don Israel, el dueño de la empresa, el hombre cuya voz la había animado por teléfono y que, sin conocerla, había decidido darle una oportunidad.

Adela empujó la puerta con cuidado. Lo primero que escuchó fue la voz de Don Israel, profunda y con un dejo de humor:

—Espero que el gruñón de mi hijo se comporte hoy —dijo, mientras se recostaba en su silla giratoria y levantaba la vista de los informes—. Porque no es fácil lidiar con él antes del café.

Adela esbozó una sonrisa nerviosa, y él la invitó con un gesto a acercarse.

—Bienvenida, Adela —continuó—. Me alegra que haya aceptado trabajar aquí. Esta oficina es pequeña, pero Agrivida, nuestro negocio, se encarga de mucho más que papeles.

Le hizo un gesto amplio hacia el escritorio lleno de planos, cuadernos de campo y etiquetas de productos:

—Aquí se organizan pedidos, se registran cosechas, y se planifican los cultivos. Tenemos tomates, cebolla, pimientos, y otras hortalizas de frutos menores. Su trabajo será mantener todo en orden, preparar reportes, coordinar pedidos y asegurarse de que las órdenes de campo lleguen a tiempo.

Don Israel la miró con esa mezcla de severidad y calidez que hacía sentir a cualquiera pequeño y grande al mismo tiempo.

—Rewel se encargará de la parte práctica en el campo —dijo—, de supervisar las fincas y asegurarse de que la tierra dé lo que esperamos. Pero usted será la que haga que todo funcione. Todo lo demás depende de usted, Adela.

Adela respiró profundo, tomando nota mentalmente de cada palabra, consciente de que aquel sería el primer día que cambiaría su rutina para siempre, y que, a su lado, el hijo del dueño permanecía apenas fuera de la puerta, ocupado en sus papeles, ignorando todo excepto su propio mundo de informes y órdenes.

Adela apoyó los papeles sobre el escritorio y, sin querer, sus ojos se posaron en un marco pequeño: una foto de Rewel montado sobre un caballo, el sombrero echado hacia atrás, la mirada firme y el cuerpo rígido sobre la silla de montar.

Don Israel la vio mirarla y, sin interrumpir su revisión de informes, sonrió con un dejo de nostalgia.




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