—Ah, ese es mi hijo —dijo—. Desde que perdió a su madre, hace ya quince años, los caballos se convirtieron en su refugio. Es terco, gruñón y le gusta que todo esté perfecto… aunque a veces parece que nació para desobedecer a cualquiera que intente decirle lo contrario. Lo saqué un poco de la tristeza de su mamá, pero nunca del todo.
Adela levantó la vista, curiosa, y él continuó:
—Rewel tiene veintisiete años. Desde que murió su madre, él ha sido, en cierto modo, el amor de mi vida —dijo con suavidad—. Pero él canaliza ese dolor en los caballos. Se desconecta del mundo con ellos. Ahí no hay papeles, órdenes ni problemas: solo él y la tierra, y los animales que ama.
Se inclinó hacia ella, apoyando los brazos sobre el escritorio y con una mirada que era a la vez severa y comprensiva:
—No es fácil llevarlo; es terco, impaciente y exigente consigo mismo. Pero si aprende a conocerlo, descubrirá que todo lo que hace lo hace por algo que solo él entiende. Y créame, Adela, los caballos son el único lugar donde Rewel encuentra paz… y donde todo lo demás puede esperar.
Adela guardó silencio. La foto seguía frente a ella, y por primera vez comprendió algo de la fuerza y el carácter del hombre que minutos antes la había ignorado con tanta determinación.
La tarde se deslizó entre hojas, cuadernos y etiquetas de productos, mientras Adela recorría cada rincón de la oficina y tomaba nota de lo que veía. Aprendía los nombres de los fertilizantes y químicos, ubicaba cajas, revisaba etiquetas y comenzaba a registrar los movimientos de la finca en los libros de control. Cada orden que llegaba, cada nota que Don Israel le entregaba, era una pieza de un rompecabezas que aún no lograba comprender del todo, pero poco a poco, con paciencia y atención, comenzaba a encajar en su mente.
Aprendía cómo se preparaban los pedidos para los distintos cultivos: tomates, cebollas, pimientos y otros frutos menores; dónde se guardaban los pesticidas y fertilizantes; cómo leer los reportes de cosechas y coordinar el trabajo de los empleados de campo. A cada momento, tomaba nota, preguntaba discretamente y anotaba mentalmente cada instrucción, sintiendo la mezcla de nerviosismo y entusiasmo de quien descubre un mundo nuevo.
Alrededor de las 2:30 de la tarde, cuando la jornada en el campo ya había terminado y la luz caía con suavidad entre las sombras de los árboles, la puerta se abrió y Rewel apareció desde la finca. Caminó directo al escritorio con pasos medidos, los pantalones de mahón marcados por el polvo de la tierra y la camisa todavía húmeda del sudor de la jornada. El sombrero de vaquero descansaba sobre su cabeza, apenas inclinado hacia atrás, un gesto suyo, natural, que parecía pertenecerle más que cualquier uniforme. Sin levantar la mirada, dejó sobre la mesa un fajo de papeles: la asistencia de empleados, las órdenes de campo y los registros de los productos que debía preparar Alex, el aplicador nocturno de pesticidas.
—Tome esto —dijo con voz firme, sin despegar la vista de los documentos—. Organícelo todo para mañana.
Adela asintió, tomó los papeles y empezó a ordenarlos, pero él nunca levantó la vista. No había gestos exagerados, ni comentarios, ni siquiera una palabra que no fuera estrictamente necesaria. Todo fluyó en el trabajo, y la joven notó algo que la desconcertó: mientras todos los hombres con quienes había tratado antes buscaban halagarla, hacerla sonreír o llamar su atención, Rewel estaba completamente metido en su mundo, sin percibir su presencia más allá de lo estrictamente necesario.
Poco a poco, mientras acomodaba fichas y registraba datos, nació en Adela una curiosidad silenciosa. Quería entender por qué él era así, por qué se mantenía distante, por qué el mundo podía parecer solo un montón de papeles y órdenes para él y no un lugar donde impresionar a alguien como ella. Esa tarde, entre hojas, lápices y fórmulas de pesticidas, la joven descubrió que su interés por aquel hombre no era por vanidad ni coquetería: era la curiosidad de comprender la mente de alguien que parecía incapaz de distraerse por cualquier otra cosa que no fuera lo que amaba y respetaba.
Cuando la tarde terminó, y los últimos rayos del sol iluminaban los estantes con frascos y etiquetas, Adela supo que algo había cambiado. Rewel no la había notado, al menos no en los términos que ella estaba acostumbrada, pero su presencia ya había dejado una marca silenciosa: la intriga de conocer a alguien que existía completamente fuera de las reglas del mundo común.