Adela; Tras la coraza de un hombre

1-3

El sol ya se despedía del pueblo cuando Rewel cerró la oficina y salió, dejando atrás los papeles y la rutina de Agrovida. Su casa, sencilla y cercana a las fincas, olía a tierra húmeda y al cuero de los caballos que lo esperaban en los corrales. Nada de lo que había pasado en la oficina parecía importarle; allí afuera, entre animales y tierra, podía finalmente soltar el peso de su día.

Caminó entre los establos, con botas que aún llevaban restos de barro, hasta llegar a ella: MI FORTUNA, una yegua pinta que se erguía con la dignidad de quien conoce su propio valor. Rewel sonrió apenas, un gesto que pocas veces mostraba a otros, y se inclinó para acariciar su crin con delicadeza.

—Hola, Fortuna —murmuró—. Hoy fue largo, ¿verdad?

La yegua movió la cabeza suavemente, rozando su hombro como si entendiera cada palabra. No era un nombre puesto al azar. La había bautizado así no por dinero ni riqueza, sino porque la yegua lo había salvado de los días más oscuros de su adolescencia, cuando la muerte de su madre le había dejado un vacío que nadie podía llenar. En MI FORTUNA había encontrado calma, un refugio donde su dolor se volvía tangible pero manejable, un espacio donde podía ser él mismo sin máscaras ni expectativas.

Rewel acariciaba su hocico, sus orejas y el cuello fuerte, siguiendo la curva de su lomo. Se inclinó sobre la yegua y respiró el olor a heno, a tierra y a pelo limpio; un aroma que le devolvía la paz que no encontraba en los papeles ni en las oficinas. La yegua bajó la cabeza y apoyó su frente contra su pecho, y por un instante, padre, hijo y animal parecieron un solo hilo de conexión entre la tierra y la memoria.

Rewel comenzó a cepillarla, repasando cada mancha de su piel, cada curva de su musculatura. Hablaba en voz baja, como contándole secretos que nadie más podría comprender:
—Hoy fue largo, sí… pero tú y yo sabemos cómo sobrevivir —dijo, y la yegua apenas parpadeó, confiada, como entendiendo cada palabra.

Allí, en la penumbra de la tarde, Rewel se permitió ser vulnerable sin miedo. Su mundo se reducía a un único animal, a la textura de su crin entre los dedos y al latido firme de su corazón que ya no dolía tanto por la ausencia de su madre. MI FORTUNA era su refugio, su terapia, su memoria viva, y mientras la acariciaba, él se sentía un poco más completo, un poco más capaz de enfrentar los días que vendrían, incluyendo los que aún estaban por llegar junto a Adela.

Al salir del auto, Adela vio cómo entre los árboles el polvo fino flotaba atrapando los últimos rayos del sol de la tarde, tiñéndolo todo de un dorado suave. Al cruzar el umbral de su casa, un aroma a madera y a comida recién hecha la envolvió, recordándole los días tranquilos y sencillos del campo. Su madre, con el delantal todavía manchado de harina, acomodaba los muebles con gestos pausados, mientras su padre terminaba de limpiar las herramientas en la entrada, dejando escapar un leve suspiro de satisfacción por el trabajo concluido.

—¡Ah, ahí está nuestra trabajadora del día! —dijo su padre, secándose las manos con un trapo y observando la polvareda en la ropa de Adela—. ¿Y cómo estuvo la primera jornada? ¿Ya mandaste a los papeles a obedecerte?

Adela soltó una risa y dejó los documentos sobre la mesa.
—Fue… intenso —respondió, acomodándose la blusa—. Hay tantas cosas que organizar, que creo que si se me olvidara algo los fertilizantes se irían de viaje solos.

—¿Los fertilizantes? —preguntó su madre, con una sonrisa mientras ponía una taza de café sobre la mesa—. Ay, hija, parece que no solo aprendes a escribir y contar, ahora también a convencer a los químicos de que se porten bien.

—Más bien a seguir órdenes —aclaró Adela—. Hay un hombre, el encargado de la finca… es… extraño, muy concentrado en todo lo que hace, no levanta la mirada, no habla más de lo necesario… y sin embargo, todo lo que toca parece tener sentido.

Su padre la miró curioso.
—Eso suena a alguien que no pierde tiempo en tonterías —dijo, apoyándose en la mesa—. En estas tierras, los que se ensucian las manos saben más que los que solo hablan.

—Sí, pero —continuó Adela, tomando la taza que le ofreció su madre—… es raro. No sonríe, no comenta, no intenta ser amable ni buscar conversación. Uno no sabe si le caes bien o mal.

—Mmm —dijo la madre, sentándose y tomando un sorbo de café—. Eso suena a que el hombre es serio, trabajador… y quizá un poco terco. Justo lo que hace falta para manejar un campo grande como el de esa gente.

Adela sonrió con un dejo de nervios.
—Es que no es solo ser serio… es como si todo lo demás no existiera, como si viviera en otro mundo. Ni siquiera notó que yo estaba allí… salvo cuando le pasé los papeles.

Su padre rió, frotándose la barba.
—Eso es buena señal. Cuando alguien no se fija en tu aspecto ni trata de impresionarte, quiere decir que respeta el trabajo. Ya aprenderás que los hombres así son difíciles, pero interesantes.

—Difíciles y… —Adela vaciló—… misteriosos.

Su madre, acercándole la taza de café con un gesto cariñoso, le dijo:
—Mira, hija… hoy disfruta tu primer café de la tarde, calientito, con galleta. Es un pequeño premio por sobrevivir al día. Y si, ese hombre… digamos que tiene un carácter extraño, déjalo. Tú concéntrate en aprender, en crecer. Algún día entenderás a qué se debe su silencio.

—Sí, mamá —respondió Adela, dejando que el aroma del café se mezclara con la sensación de hogar y seguridad—. Pero… es extraño. Nunca había visto a alguien tan concentrado en lo que hace, tan distante de todo, y a la vez tan… presente en su propio mundo.

—Jajaja —dijo el padre, golpeando suavemente la mesa—. Suena a que te vas a divertir descubriéndolo, hija. Y ya sabes lo que digo: quien trabaja en la tierra y ama lo que hace, siempre tiene su historia. Solo hay que aprender a leerla.

Adela suspiró, dejando que el calor del café llenara sus manos, mientras su madre le acariciaba el cabello.
—Gracias, mamá… hoy aprendí mucho. Pero también entendí que este trabajo va a ser más que papeles y números. Hay gente que… vive de otra manera.




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