–¡Pero mamá! –refunfuñaba negándome a aceptar lo que ella decía.
Coloqué un pie en el siguiente escalón, cuidadosa para no perder el equilibrio mientras sostenía con la mano derecha el celular pegado a mi oreja, la cual estaba tornándose en un color rojizo debido a la presión que ejercía en ella con el dispositivo para mantenerlo en su lugar y así poder escuchar a mi madre, y con la otra mano cargaba aquella pesada y vieja maleta de viaje que siempre utilizaba desde los diez años.
–Sabes que es por tu bien –explicaba mi madre con un tono serio, algo que casi no me agradaba mucho. –Y pasara que esta vez tengas todo claro y no haya arrepentimientos, cariño –dijo maternalmente la última palabra.
Di un pequeño resoplido al escucharla. Aquellas palabras que salían de su boca y que cruzaban varios kilómetros, satélites, antenas, cables y bocinas de los celulares ya no tenían significado e impacto alguno en mí. Sonaban secas, vacías, sin importancia y en ocasiones se volvían tan terriblemente tediosas y repetitivas que llegaba a aborrecerlas.
–Además –comenzaba a añadir. El sonido de un claxon se escuchó de fondo antes de que mi padre prosiguiera. –Tu padre estará contento de apoyarte, lo sabes.
Llegué al descanso de las escaleras al momento que mi madre pronunciaba la última palabra.
Me detuve un segundo para recargar a de oxígeno mis débiles pulmones y para escuchar un poco más claro. Lo que decía ella tenía algo de razón. Hacía más ya de un mes que había tomado la decisión de abandonar mis estudios universitarios para cambiar de carrera debido a que lo que estudiaba no era totalmente de mi agrado. Cuando la noticia llegó al oído de mis padres, estos –en especial mi Padre– decidieron ofrecerme su apoyo para que eligiera correctamente algo que fuese de mi gusto.
–Está bien –asentí tomando la maleta y emprendiendo la bajada.
–Hablando de tu padre –proseguía mi madre. –Dejo el boleto de avión dentro de uno de los bolcillos de tu abrigo preferido para que no olvidaras ambas cosas.
–Gracias –dije un poco exhausta y dirigiendo por un segundo la mirada a la puerta principal.
–Te veo en unos minutos –se despidió mi madre y colgó.
Terminé de bajar los escalones segundos después. Guardé el celular en mi bolcillo trasero de los vaqueros y caminé por el pasillo que conducía a la puerta principal. Hacer andar la maleta con las rueditas se sentía mucho mejor que cargar con ella. Los músculos del brazo descansaban, agradecidos de que terminara el sufrimiento.
Antes de llegar a la puerta me detuve para colocar el equipaje aun lado del porta paraguas y por debajo del perchero en donde se encontraban colgados los abrigos y el mío. Lo observé un instante. Estiré la mano derecha para tomarlo por la manga del mismo brazo. Con cuidado lo jalé hacían mí, sin descolgarlo, para buscar en su interior el boleto. Instantes después descubrí que, efectivamente, allí estaba. MI padre me conocía, sabía que la probabilidad de que yo olvidara algo podría ser alta.
Observé un poco disgustada aquel frío papel con letras y números. Esta era una de las pocas coas que no me agradaba: viajar por compromiso y más para obtener información de carreras universitarias. Pero no podía poner objeción alguna. Había aceptado la ayuda de mi padre para esto, y hacer este viaje era parte de, sin importar que.
Mi padre era un cirujano altamente reconocido en el ámbito de la medicina. Había trabajado en grandes experimentos, proyectos innovadores que revolucionaban la medicina y demás cosas que llevaron su reputación a lo alto, convirtiéndose en alguien de renombre, importante y en una celebridad dentro de los hospitales. En varias ocasiones, revistas de talla importante como de medicina evolutiva, influencias médicas y otras más lo coronaron en sus portadas especiales por sus increíbles trabajos. Peros siendo una persona importante, tenía un sueño e ilusión: en que yo me convirtiera en una cirujana destacada y este viaje iba a alentarme a estudiar medicina. Pero ciertamente me era algo de poco interés.
Había crecido escuchando las palabras doctor, medicina, cirugías, bisturí, anatomía, desde que tenía memoria, pero jamás me llamaban la atención. Pero estaba haciendo esto por una cosa: demostrarle a mi padre que consideraba su gran sueño. Y eso me llevaba al ahora.
Uno de los más novedosos, importantes y conocidos hospitales de la nación estaba por inaugurar un nuevo modelo de enseñanza basado en varios planes para las futuras generaciones de cirujanos, las cuales se basaban en la implementación de prácticas clínicas, internados, residencies y esas cosas que hacen los esclavos de la medicina para llegar más o menos a la recta final de sus estudios. Con base a eso, el hospital extendió una oferta de empleo a mi padre el cual aceptó felizmente.
De este modo, mi padre encontró la posibilidad en la cual yo obtuviera un acercamiento al mundo de la medicina –más del que ya tenía–. Dándome acceso a las presentaciones, cirugías o cualquier cosa que sucediera entro del hospital y que fuese de utilidad para persuadirme a estudiar aquello que mi padre.
Devolví el boleto a su lugar para después dar media vuelta y caminar a la cocina para servirme un vaso de agua. Cuando la última gota abandono el recipiente de cristal y cruzó mi boca para dirigirse al estómago, el claxon de la camioneta de mi adre sonó a las afueras de la casa, en la calle. Dejé el vaso en el fregadero, caminé al pasillo principal por mis cosas. Tomé la maleta, descolgué el abrigo, recogí mis llaves, abrí la puerta y salí.
EL vehículo permanecía estacionado a unos cuantos metros de mi con sus luces intermitentes encendidas.
Bajé los escasos escalones principales y caminé. Estando a unos pasos, la puerta trasera de la cajuela comenzó a abrirse lentamente. Para cando llegué, la puerta estaba suspendida sobre mi cabeza. Acomodé el equipaje entre las cajas llenas de archivos que mi madre almacenaba. Estiré los brazos para alcanzar la puerta, cerré, caminé al asiento del copiloto y subí.