El ruido golpeo mis oídos justo en el instante que crucé las enormes puertas principales. De las bocinas del aeropuerto se escuchaba una dulce voz de mujer anunciando las próximas salidas o la solicitud de personal y a eso se le sumaba el ruido de las personas que se encontraban en el recinto, llenando por completo casi todo el lugar.
Me dirigí a la sala de espera para aguardar mi salida. Una que otra persona se sentaba por unos escasos segundos o minutos y luego se marchaba, perdiéndose en la multitud. Se podía escuchar el pisar de cada ser humano que pasaba por ahí. Iban y venían de todas partes. Hablaban por teléfono o cruzaban conversación con uno de sus acompañantes. Tomaban de sus cafés, de agua embotellada y de refrescos de sabores. Unos con expresión de preocupación revisaban sus relojes de mano con un toque de miedo, esperando y deseando que el tiempo avanzase lento y que no marcará una hora indeseada. Yo, por otra parte, aguardaba en los asientos de metal, deseando que mi vuelo fuese anunciado de inmediato y dejar aquel estresante lugar.
El aeropuerto no estaba tan grande como podía imaginarse. Me agradaba. Era de un tamaño medio, espacioso y con enormes paredes de cristal, altamente reforzadoras con barrotes de hierro que servían para amortiguar todo aquel peso. Las luces amarillas iluminaban todo lo que podían e incluso su intensidad era percibida a las afueras, dejando al descubierto los distintos aviones que despegaban, movían y aterrizaban. Pero lo más agradable, lo que le daba un aura espectacular, agradable, magnífico, era la vista más allá, detrás de los aviones. Se podía visualizar de una manera encantadora el bello crepúsculo, con todos esos magníficos, tranquilizantes y alucinantes tonos claro. Aunque para esas horas de la tarde noche las nubes estaban cubriendo todo y la oscuridad hacía su gran presencia, pero podía pernotarse levemente la puesta de sol, la cual estaba llegando a su fin.
Dirigí la mirada a un pequeño niño que acababa de tomar asiento frente a mí. Traía consigo un juguete, un cubo rubik, el cual movía y movía sus piezas de un lado a otro tratando de ordenar los colores. Las expresiones de su rostro eran de curiosidad, frustración y concentración. Su ceño se fruncía cada que hacía un movimiento y se percataba que una que otra cara que había armado cambiaba de posición. Soltó un quejido, guardo el cubo y encendió una tableta. Un minuto después, una mujer de estatura media, cabello corto y delgada, se acercó a él sentándose a su lado. Le acarició el cabello y lo observó hacer quien sabe en el dispositivo.
Me acomodé en el asiento de metal. A través de los altavoces el vuelo que iba a abordar fue anunciado. Agradecida de no aguardar por más tiempo me levanté, tomé mis cosas y caminé al lugar de abordaje en donde ya se encontraban personas formadas para subir al avión.
Me formé detrás de un señor de la tercera edad.
Una joven chica de tez morena estaba de pie a un lado de la entrada, verificando que los boletos fuesen los correspondientes a esa línea de abordaje. Sonreía de oreja a oreja cada que una persona se acercaba a ella.
–¡Qué tenga un buen viaje! –expresó cordialmente cuando regresó mi boleto. Sonaba cómo un robot programado para repetir las mismas palabras a todos hasta que su turno terminará y fuese reemplazada por otro.
Asentí tomando el papel y agradeciéndole con una leve sonrisita para después caminar al avión.
Estando allí, seguí el orden que las demás personas hacían en busca de sus correspondientes asientos. Avance por el pasillo y mi rostro se iluminó de felicidad al notar que estaría a lado de la ventana. Era otro punto para mi padre; sabía cómo me gustaba viajar.
Abrí el compartimiento del portaequipaje que se encontraba en la parte de arriba, sobre los asientos, para guardar mis cosas. Alcé la maleta y la metí. Cerré la puerta, pero no se escuchó el sonido de la cerradura. Me puse de puntilla para analizar mejor. La puertecilla quedó suspendida. Fruncí el ceño. Intenté de nuevo, pero no selló. La alcé para acomodar mejor las cosas, pues tal vez eso lo interrumpía. Lo hice otra vez, pero no funciono. Eso ya estaba molestándome. Cerré con mayor presión, la puerta dio un azote e instantes después resbaló de mi mano y un débil dolor cruzó por mi palma. Contraje el rostro al percibirlo. Solté un leve quejido. Abrí la mano y una raya se asomó, casi con una risilla traviesa. El color rojo emergió instantáneamente. Mis ojos se sorprendieron al observar la zanja de sangre. Me llevaba del pulgar al dedo meñique en una recta uniforme. Maldije. Me llevé el pulgar de la mano izquierda para limpiar la sangre, pero apenas hice un leve contacto con la herida cuando el dolor me sacudió. Se me escapó un gemido al instante.
–No –exaltó una voz masculina. –Aguarda.
Giré la cabeza de derecha a izquierda y de regreso, con el rostro desconcertado para averiguar quién había hablado, pero nadie estaba a mi lado. Varios y pocos asientos estaban ya ocupados y nadie me prestaba atención. Las personas concentraban su atención en libros, revistas, periódicos y sus celulares. A unos cuantos asientos atrás sólo había un cuerpo en movimiento, pero dicho era poco perceptible pues queda oculto por ellos. Tal vez no me hablaban o lo había imaginado. Me encogí de hombros.
Desconcertada y un poco preocupada por lo que había sucedido regresé la mirada a la herida. Necesitaba limpiarla o las gotas de sangre pronto mancharían el suelo o los asientos. Dispuesta de ir al baño a por papel y agua, giré a la izquierda y antes de dar el primer paso un cuerpo apareció frente a mí, interrumpiéndome el paso, provocando que casi chocará con él de no ser por mis reflejos. Los dos exclamamos y nos hicimos a un lado para detener el impacto.
–¿Te encuentras bien? –preguntó entrecerrando los ojos, con un tono serio. Alcé la mirada y sus ojos se encontraban fijos en mi mano, curiosos.
–Claro –respondí rápidamente. Lo ladeé para dirigirme al baño, pero sin darme cuenta sus manos atraparon mi palma herida. Desconcertada giré la cabeza para ver lo que estaba pasando.