El ruido hecho por los dedos al tocar la puerta hizo que medio despertara de mi tan fascinante sueño.
–Cinco minutos, Anthara –logré percibir levemente la voz de mi padre.
Solté un gemido ahogado en desaprobación ante aquel acto de mal gusto y me cubrí por completo el rostro para seguir durmiendo cómodamente. Sentía el cuerpo cansado por cargar la maleta, así que era necesario seguir dormida más de cinco minutos, como ordenó mi padre.
Estaba cayendo en las temerosas manos del sueño cuando volvieron tocar la puerta. Me volví a quejar, quería estar en la cama más tiempo. No creía que los cinco minutos hubiesen pasado muy rápido, el tiempo a su vez era un enemigo mortal cuando le convenía pues me parecieron tres segundos contaditos. De mi garganta sonó un chillido extraño que fue quedando ahogado.
Entre mi sueño y lo que podía percibir de la realidad, a mis oídos llego el leve sonido de la puerta abriéndose. No quise abrir los ojos o despertar por completo, quería quedarme. Pero poco a poco mis sentidos fueron activándose a un veinte por ciento, haciendo que lograra percibir con un poco de intensidad las cosas, como el caminar de alguien en la habitación. Algo colocaron en el buró que estaba a mi lado izquierdo y luego pude percibir ese aroma tan significativo para mí, la fragancia que mi padre solía usar casi siempre. No hizo ruido de regreso, ni la puerta rechino al cerrarse, ni el pomo al ser tocado. Por fin, sin ningún distractor, podría seguir en la cómoda cama, pero cuando mi mente se ponía en blanco, la maldita alarma sonó. Maldije por dentro y solté un chillido desgarrador, esto tenía que ser una maldita broma o un mal sueño. Estiré un brazo y di un manotazo para apagar aquello. El ruido desesperante de la alarma activaron mis oídos y la energía comenzó a recorrer mis débiles huesos. Abrí los ojos justo cuando soltaba un quejido ahogado, me quité las sabanas del rostro y observé lo que habían dejado en el buró. En él, además de tener una lámpara de noche, estaba una taza color azul celeste de donde desde su interior desprendía vapor y el inigualable aroma a café recién hecho. Di un suspiro junto con ese dulce aroma. Me senté en la cama colocando la espalda en la cabecera, bostecé, luego estiré mi brazo y tomé con mi mano derecha la taza. Di un sorbo para no quemarme la lengua e hice una mueca al detectar el sabor. No tenía azúcar, para nada, y estaba oscuro, sin leche, maldije. Mi padre quería que despertara a cualquier costo. Dejé el café donde lo tomé. Observé el reloj de mensa y solté un quejido. Era demasiado temprano para estar despierta. El reloj marcaba las seis de la mañana. Intenté no llorar por la ansiedad, pero mi rostro reflejaba agonía. Mis ojos estaban cansados por no dormir bien y estaba desequilibrada al momento de levantarme.
Me dirigí al baño y primero limpié mi rostro. Las ojeras estaban marcándose debajo de mis ojos, consecuencia de haber dormido tarde y despertado temprano sin descansar las ocho horas diarias que necesitamos todos. Observé mi cabello desordenado y dejé caer los hombros, tenía flojera y no quería arreglarme.
–Ya es hora, cariño –dijo mi padre tocando la puerta. Su voz sonaba fresca, relajada y viva a comparación de mi cuerpo.
No respondí, me molestaba que mi padre fuese tan insistente para las cosas, necesitaba mi tiempo para asearme, así que hice todo lo que puede para que no se nos hiciera tarde.
Después de arreglarme bajé a la cocina con la taza de café en la mano derecha. Sólo le había dado unos cuantos sorbos al líquido por el antojo que invadió mi paladar y a mi estómago vacío, pero cada vez que lo ingería ponía gestos de disgusto al sentir su amargo sabor. Como no me lo había acabado y no quería despreciarlo decidí darle unas cuantas cucharas de azúcar y poner un chorrito de leche para cuando estuviera en la cocina.
Mientras bajan las escalares me percaté de que los juguetes ya no estaban por cada escalón, al igual que podía escuchar el ruido de la televisión que estaba en la sala y el de voces que provenían del otro lado, en la cocina. Llegué al piso y eche un liguero vistazo a la sala para saber si alguien estaba allí, pero no, solo estaba la televisión en un canal de caricaturas, varios juguetes sobre los sofás y ya. La crucé en dirección a la cocina, de donde venía la suave voz de mi tía y unos quejidos del pequeño Leonardo.
Cuando crucé el umbral y los encontré desayunando. Mi tía estaba dándole fruta finamente picada a su hijo mientras este jugaba con unos muñecos sobre la mesa. El niño estaba bien arreglado, listo para la guardería y mi tía traía puesto su traje azul para su trabajo.
–Es hora del desayuno, hijo –decía tranquilamente. –Debes de aprender a no traer juguetes a la mesa mientras comemos –explicaba quitándole sus muñecos. El niño refunfuño mandando ojos amenazadores a mi tía, estaba listo para hacer una rabieta, pero al ver el rostro serio que mantenía su madre, mejor decidió comer la manzana que colgaba de un tenedor cerca de su boca, creo que había entendido lo que aquello significaba.
–Buen día –saludé.
–Buen día, cariño –respondió mi tía mirándome con una sonrisa y con sus dientes totalmente blancos, de pronto, ese tono serio con el que veía a su hijo desapareció, siendo sustituido por felicidad, energía y alegría.
–Buen día –dijo mi padre detrás del periódico, sin verme.
Llevaba su típico traje, pantalones negros, formales, una camisa de vestir azul casi claro y una corbata color vino.
–Deberías de sentarte a desayunar –dijo mi tía levantándose. –Toma. –Me extendió un plato mediano.
Agradecí y me serví. En la mesa había un poco de fruta, manzana, plátano y melón. También en una jarra estaba el jugo de naranja, uno de mis favoritos durante el desayuno. Las ganas de dar un trago sacudieron mi paladar, pero primero debía acabarme el café. Puse en el plato un pan tostado bañando en mantequilla de cacahuate, arriba le acomodé unos trazos de plátano y aun lado manzana. Al café le agregué leche y dos cucharadas de azúcar. Lo probé y esta vez mi paladar bailo y celebro el magnífico sabor que sentía, mucho mejor que anterior mente. Comencé a desayunar.