Querido tú,
Hoy me pregunté en qué momento dejamos de ser nosotros. No fue un día exacto, no hubo una pelea final que partiera la historia en dos. Fue más bien un lento desvanecerse: como un fuego que parecía eterno, pero se apagó sin ruido, dejando solo humo y cenizas en el aire. Y yo, torpe de amor, seguí soplando las brasas, convencida de que bastaba mi fe para mantenerte aquí.
Recuerdo tus manos, tan seguras al principio, tan temblorosas después. Había en ti un cansancio que nunca confesaste, un hartazgo que intentabas disfrazar con caricias rápidas, con frases cortas, con silencios que me decían más que tu boca. Yo lo vi, lo sentí, pero me aferré al espejismo de lo que habíamos sido. Porque amar, a veces, es mentirse con la esperanza de que el otro regrese.
Hoy miro mi reflejo y no me reconozco. Hay un vacío en mis ojos que antes brillaban por ti. Y aunque intento recomponerme, sigo repitiendo las mismas palabras: no quiero desnudarme ante alguien más, no quiero fingir que otro cuello es tuyo, no quiero reemplazar lo que me enseñaste a amar. No quiero. No puedo.
Quizá la vida es así: un baile de pérdidas, una sucesión de trenes que parten y llegan, y yo siempre en el andén, esperándote. Tal vez algún día deje de hacerlo. Pero hoy, todavía, sigo escribiéndote como si con estas letras pudiera atarte a mí por un instante más.
Con lo que queda de mí,
Yo.