Querido tú,
Hoy desperté con rabia. No con tristeza, no con nostalgia, sino con una furia que me recorrió como fuego. Me pregunté cómo pudiste irte tan fácil, cómo lograste seguir adelante sin mirar atrás, mientras yo sigo aquí, enredada en los restos de lo que fuimos. Me hierve la sangre al imaginarte sonriendo con otra, como si todo lo nuestro fuera un simple ensayo, una historia que pudiste borrar sin remordimiento.
No es justo. Yo cargué cada palabra, cada promesa, como si fueran eternas. Tú, en cambio, las dejaste caer como si fueran hojas secas, livianas, olvidables. Me duele reconocerlo, pero siento que me usaste como una estación de paso, como un refugio temporal hasta que encontraste un lugar mejor para quedarte. ¿Y sabes qué? Esa idea me destroza, pero también me fortalece.
Porque por primera vez en estas cartas, quiero decirlo con claridad: merecía más. Merezco más que un brillo en tus ojos que solo me anunciaba tu partida. Merezco más que la incertidumbre de no saber si mañana aún estarías. Merezco alguien que me mire sin dudas, que me elija sin condiciones, que no me haga sentir que amar es estar siempre a punto de perder.
Es extraño sentir alivio en medio de la rabia, pero lo siento. Tal vez este enojo es el inicio de algo nuevo: de soltar, aunque aún duela, aunque aún me aferre. Quizá el amor no se apaga de golpe, pero la rabia, al menos, me recuerda que sigo viva.
Con las manos temblando,
Yo.