Querido tú,
Hoy no lloré. Y esa simple frase me sorprende más que cualquier recuerdo. Pasé el día sin que tu nombre me pesara en la boca, sin que tu sombra se interpusiera entre mis pasos. No fue un triunfo absoluto, ni tampoco una liberación definitiva, pero fue un respiro. Y en ese respiro entendí que tal vez no todo está perdido dentro de mí.
No confundas esto con olvido. No podría. Tú sigues habitando mis pensamientos, pero hoy tu presencia no me arrancó la piel, solo me rozó como una brisa tenue. Quizá el dolor se está transformando en otra cosa, en un rincón silencioso que ya no me paraliza. Me asusta pensarlo, porque soltar también significa aceptar que nunca volverás, y todavía no sé si tengo la valentía de asumirlo del todo.
Aun así, sentí una pequeña certeza: mi vida no terminó contigo. Sigo aquí, con las manos vacías pero abiertas, con cicatrices que todavía arden pero que me recuerdan que sobreviví. Tal vez no sea tan malo aprender a reconstruirme, aunque no quiera, aunque me resista. Quizá amar también es saber levantarse cuando el amor ya no está.
Hoy te escribo desde esa calma frágil, desde la orilla de un río que empieza a fluir más lento. No sé qué traerá el mañana, si será caída o avance, pero por primera vez en mucho tiempo, quiero creer que aún me esperan días menos oscuros.
Con una chispa de fe,
Yo.