Querido tú,
Hoy desperté con esa punzada familiar en el pecho. La sombra de tu recuerdo volvió a posarse sobre mí, como si quisiera recordarme que todavía existes en mis cicatrices. Durante un instante, me sentí frágil, al borde de volver a hundirme en lo mismo de siempre el vacío, la nostalgia, la pregunta sin respuesta.
Pero algo cambió. Ya no huyo de esas sombras. Las miro de frente, las dejo sentarse conmigo como viejas conocidas que, aunque incómodas, ya no me intimidan. Entiendo que no puedo arrancarte de golpe de mi memoria, ni obligarme a olvidar como quien cierra una ventana. Lo único que puedo hacer es convivir con lo que queda, sin dejar que me gobierne.
Hoy la tristeza me susurró que nada volverá a ser igual, y le contesté que tal vez eso es bueno. La soledad intentó apretarme fuerte, pero en medio de ella me encontré escribiendo, respirando, escuchando mi propia voz. Descubrí que sé sostenerme, incluso cuando las sombras se alargan.
Ya no me asusta tropezar con tu nombre en mis pensamientos. Sé que dolerá un poco, sé que vendrá la punzada, pero también sé que después vuelve la calma. Y en esa calma me aferro, porque es mía, porque la construí con paciencia, porque la luz que antes buscaba en ti ahora empieza a encenderse en mí.
Así camino entre sombras y destellos, aprendiendo que ambos forman parte de mi verdad.
Con firmeza renovada,
Yo.