Querido tú,
Hoy me detuve frente al espejo y, por primera vez en mucho tiempo, no busqué mis heridas, sino mi fortaleza. Me vi con los ojos cansados, sí, pero también con la claridad de alguien que ha sabido resistir sin rendirse. Y sentí orgullo. Orgullo de mí, de cada paso pequeño, de cada día en que no me dejé caer del todo.
No es que el dolor se haya evaporado. Todavía me visita, todavía tiembla en mis manos cuando recuerdo lo que perdí. Pero junto a ese temblor ahora hay otra cosa la certeza de que sigo avanzando. La certeza de que puedo sostenerme con mi propio calor, sin tener que mendigar el tuyo.
Me descubrí agradeciéndome. Agradeciendo a la versión de mí que soportó las noches en vela, que lloró hasta quedarse vacía, que no dejó que la oscuridad apagara la esperanza por completo. Esa parte mía fue la que me trajo hasta aquí, la que me mostró que incluso rota sigo siendo capaz de recomponerme.
Quizá no vuelva a amar de la misma manera, o quizá sí, pero eso ya no es mi preocupación ahora. Mi tarea es honrarme, cuidarme, no olvidarme de mí misma. Porque si logré sobrevivir a perderte, entonces también puedo aprender a vivir para mí.
Hoy, más que tristeza, siento gratitud. Y eso es un triunfo.
Con amor hacia mí,
Yo.