¿algo pendiente?

3

Cuando bajo a desayunar la mañana siguiente, me encuentro a mis padres en el salón. Están hablando de llevar el coche al taller y no sé qué más. Les doy los buenos días al pasar, me dirijo a la cocina —que queda frente a ellos— y abro el frigorífico para sacar el zumo; con esto de estar en paro, he dejado de lado incluso el café. Me tenía bastante enganchada, pero es que trabajaba muchas horas y necesitaba mantenerme despierta. Por lo que algunas noches, con tanta cafeína en mi cuerpo, me iba a dormir con los ojos abiertos de par en par como los búhos.

Estoy haciéndome unas tostadas cuando mis padres dejan de murmurar entre ellos y mi madre se aclara la garganta para hablar:

—Oye, Victoria, anoche llamaron Candela y Juan. —Retiro las tostadas del tostador, las pongo en un plato y me siento en la mesa. No contesto, a la espera de que continúe—. Nos han invitado a pasar unos días en Barcelona.

Candela y Juan eran nuestros antiguos vecinos cuando vivíamos allí. Mis padres y ellos se hicieron inseparables casi al instante de mudarnos. Tienen un hijo, Oliver, dos años mayor que yo. Fue mi mejor amigo, al menos durante unos años. Siempre estábamos peleándonos, pero no podíamos pasar más de una hora mosqueados. Solíamos hacer las paces regalándonos algo, sobre todo, cromos de esos que se pegaban en álbumes. A los diez años comencé a tener una especie de enamoramiento por él. No recuerdo por qué dejé de verlo como un simple amigo. Supongo que fue cuando Oliver, con doce años, empezó a hacerse el guay delante de las chicas pero no conmigo, y eso me irritó. ¿Recordáis que mencioné al principio de este libro que mi primer beso fue una tontería de chiquillos? Pues él fue el protagonista. La tontería que hice es para olvidarla y no volver a recordarla jamás. Solo a mí se me ocurrió declararme y darle un beso en mitad de un cumpleaños. Os lo cuento con más detenimiento por si queréis sentir un poquito de lástima por mí, bueno, por mi yo de doce años.

Fue en el cumpleaños de su prima. Vivía también en nuestra calle e iba a mi clase. No éramos las mejores amigas, pero a veces estábamos juntos los tres. Yo tenía doce años, acababan de ponerme aparatos en los dientes y llevaba ya dos años suspirando por Oliver. Seguíamos siendo amigos, pero notaba que no era como antes. Ahora tenía que compartirlo con sus compañeros de clase. Él empezaba a hacerse mayor y, con catorce años, se había convertido en uno de los chicos más guapos del colegio. El caso es que había un par de niñas en el cumple que no paraban de perseguirlo, así que, pensando que podrían quitármelo, me envalentoné y, cuando pude pillarlo a solas —o eso creí yo—, le dije con decisión que me gustaba y le planté un beso en la boca. Así, con un par de ovarios. Me separé, roja como un tomate, y me lo encontré con la boca abierta de par en par, casi más colorado que yo, lo que ya era complicado. Justo en ese momento, unas risitas interrumpieron mi instante mágico. Sus dos amigos estaban riéndose de nosotros a carcajadas. Cuando miré de nuevo a Oliver, su expresión había cambiado por completo. Me miraba molesto, humillado. Se limpió la boca con asco y después me dijo con desprecio: «Buag, Victoria, que eres una cría. ¿Estás tonta o qué?».

Mi corazón se rompió en pedazos allí mismo. Se fue antes de que comenzara a llorar, avergonzado por lo que le había confesado. Llegué a mi casa y le dije a mi madre que me había caído cuando abrió la puerta y vio el tremendo sofocón que llevaba. Me encerré en mi habitación, y la humillación de sus palabras desencadenó en una ira que me duró años. El chico adulto de catorce años llamándome cría. Pero ¿qué se había creído él? Solo lloré ese día y, cuando me tranquilicé, todo ese enamoramiento se transformó en enfado. Así fue como empecé a detestarlo y nuestra relación cambió de forma radical. Oliver no volvió a buscarme ni me pidió perdón y, por supuesto, yo tampoco. Él comenzó a pasar más tiempo con sus amigos y yo, con las mías. Un par de años después, nuestra relación se limitó a simples holas y adiós si nos veíamos por la calle y poco más. Lo eché de menos, muchísimo; pero durante varios meses fui el objeto de burla de sus amigos y él ni siquiera hizo nada para detenerlo.

El día antes de que nos viniéramos a vivir a Madrid estuvo en casa para despedirse de mis padres; a mí solo me deseó que tuviera buena suerte y añadió que ya nos veríamos por Barcelona si regresaba. Fue la conversación más larga que mantuvimos en tres años.

Después de eso, las veces que volví a Barcelona no coincidí con él. Sé que es bombero porque mi madre, de vez en cuando, me pone al tanto sobre algunos aspectos de su vida. Me sorprendió que se dedicara a eso; no lo imaginaba apagando fuegos, la verdad. Pero tampoco es que me hubiese interesado mucho en saber sobre él después de mi vergonzosa declaración o, mejor, me negaba a tener ese interés en él. Quizá porque, como bien me dijo Lucía cuando le conté toda esta historia al principio de conocernos, yo todavía tenía un pequeño resquemor por su rechazo y, muy en el fondo, seguía pillada por él. No coincidí con ella en absoluto, lo mío con Oliver estaba más que superado. Y sí, cada vez que volvía a Barcelona o mis padres me hablaban de él sentía cierta nostalgia. Pero no de un modo romántico, sino más bien amistoso. Incluso me permití buscarlo hace un par de años por Facebook por mera curiosidad, pero no lo encontré.

—Candela y Juan quieren que tú también vayas.

Las palabras de mi madre me devuelven a la conversación. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza viajar con ellos. Los miro con la ceja alzada.

—Ah, pero ¿ya habéis decidido que vais a ir?

—Sí. Les hemos dicho que a mediados de julio.




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