Alma confinada

Capítulo 2: Alma Ciega

Hace 9 meses - 15 de Noviembre

Acarició con su dedo pulgar la prueba de embarazo que se posaba en su mano. Dos líneas teñidas de rosa se acentuaban brillantemente en la ventana de resultados. La prueba era clara: daba positivo, y una sonrisa nerviosa se dibujó en sus labios delgados. A pesar de la prueba de sangre, la ecografía y los síntomas evidentes, aún le costaba asimilarlo. El simple pensamiento que una vida se estuviera formando dentro de ella era tan irreal, tan sorprendente pero tan maravillosamente cierto.

— 3 semanas...—musitó. Repitiendo las palabras que previamente le dijo el doctor.

Abrumaba como sus emociones se extendían por todas las extremidades de su cuerpo, desde la raiz de su cabello hasta la planta de sus pies. No era un mero hormigueo, sino algo mucho más intenso. Tan vertiginoso que pensaba que su pecho no sería capaz de contenerla y estallarían en todas direcciones.

Sus ojos castaños descendieron hasta su vientre. Se subió un poco la blusa, descubriendo su vientre, y la acarició suavemente. Luego, con su dedo indice, trazo pequeños golpecitos siguiendo una linea invisible hasta su pelvis. Por supuesto que aún faltaba aproximadamente 3 meses para que su vientre comenzara a crecer pero esos pequeños toques cargados de ternura, piel a piel, junto con el suave murmullo de su voz, la transportaban a un mundo donde la felicidad era un susurro intimo. Para ella y su bebe.

Finalmente lo había logrado, había llegado a lo que ella considera la cuspide de su felicidad.

Toc toc... Se espabiló al oír golpes que provenían de la puerta. Rapidamente se bajó la blusa y guardo la prueba de embarazo debajo de la almohada.

—Adelante.

La puerta se abrió y, tras ella, apareció la figura de Eric Larce Medina. Alto, con el porte imponente que siempre lo había caracterizado, aunque en aquel momento su traje solo acentuaba la frialdad de su presencia. Llevaba las llaves colgando de uno de sus dedos y su semblante mostraba la impaciencia propia de alguien que detesta esperar.

—Aquí estabas —su voz, grave, llenó la habitación—. Te he estado llamando desde hace rato. ¿Dónde estabas?

Daniela tragó saliva.

—Yo... Bueno, estaba aquí —respondió titubeante, agachando la cabeza para evitar su mirada.

—¿Y por qué no contestabas?

El peso de su atención la aplastaba. Sus ojos se desviaron con disimulo hacia la almohada. Como si la prueba de embarazo pudiera delatarla. Su instinto le decía que no dijera nada, que mintiera, aunque no fuera buena haciéndolo.

—E-Estaba descansando porque... —su voz apenas fue un murmullo quebradizo—. M-Me sentí un poco mareada. Ya sabes... por el embarazo.

La última palabra quedó suspendida entre ambos, como un eco que se negaba a disiparse.

Eric no respondió de inmediato. Su expresión se mantuvo estoica, su mirada era inescrutable. Debería decir algo, preguntarle cómo estaba, si necesitaba algo, si había tomado sus pastillas. Debería. Pero no lo hizo. Sus pensamientos se apretaron en su cabeza, pero los ignoró. Ya tenía demasiado trabajo como para sumar otra preocupación que, poco a poco, comenzaba a parecerle... innecesaria.

Ella estará bien. Si le estuviera pasando algo, me lo diría.

—¿Para qué me estabas llamando? —preguntó Daniela.

Antes de que pudiera responder, el teléfono de Eric vibró. Daniela vio el sutil cambio en su rostro, la manera en que la seriedad se resquebrajó por una fugaz sonrisa que apenas alcanzó a esbozar. Algo dentro de ella se tensó. ¿Quién era? Supuso que se trabaja algo del trabajo.

—Este sábado tengo una cena con mis compañeros —dijo él, mientras tecleaba una rápida respuesta en el teléfono—. Todos llevarán a sus esposas. Tú también vendrás.

—¿El sábado? Pero ese día voy a visitar a mi madre.

—¿No puedes ir otro día?

—No creo que pueda.

—Daniela, por favor. Esta cena es importantísima y debo estar ahí. Como mi esposa, debes acompañarme.

—Eric... Sabes que mi madre está delicada de salud. Siempre reservo los sábados para ella.

El silencio que sobrevino no fue casual. Fue calculado. Fue una estrategia. Eric la miró con la misma paciencia con la que alguien esperaría que un niño comprenda lo evidente. Daniela sintió su pecho contraerse. De alguna manera, sin que él tuviera que decirlo en voz alta, ya sabía cuál sería su respuesta.

—H-Hablaré con mi madre para visitarla otro día—bajó la mirada sumisamente. No quería seguir bajo su escrutinio.

—Me parece perfecto, Daniela.

La castaña apretó los labios. Era la segunda vez en ese mes que tenía que cancelar la visita a su madre. Se había preparado con bastantes días de antelación, había planificado cada detalle del viaje con cuidado, incluso tuvo que gastar parte de sus ahorros para el boleto, porque no quería pedirle dinero a él. No quería volver a oír ese tono de tristeza en la voz de su madre, suficiente tenía con su enfermedad como para sumarle otra preocupación.

Quería decir todo aquello, explicárselo con la misma claridad con la que lo pensaba, pero el miedo y la certeza de que su opinión no importaba la hicieron callar. ¿De qué servía discutir? Él ya había tomado una decisión, como siempre.

—Debo irme ahora —dijo con la mirada puesta en el reloj de su muñeca. Se le estaba haciendo tarde y la molestia se vio reflejada en la forma que fruncía el ceño.

—¿Te espero para cenar?

Daniela buscó en sus ojos alguna chispa de consideración, algo que le indicara que aún le importaba. Pero lo único que recibió fue una respuesta seca, vacía.

—Ya te dije que no es necesario que lo hagas.

—¿Vendrás tarde?

Un suspiro impaciente se le escapó a él antes de responder, como si cada palabra fuera una carga insoportable.

—Daniela, por favor. ¿Sí? Sabes que tengo demasiado trabajo, por eso regreso tarde. Si tuvieras la misma carga que yo, lo entenderías.




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