Alma Mia

CAPÍTULO III

Leo estaba sentado al filo del techo, con los pies colgando hacia el vacío mientras los balanceaba con ritmo desinteresado, y la mirada perdida en las gigantescas nubes que cubrían el cielo, que no habían dado tregua en esos días. Los noticieros estaban vueltos locos con este radical clima alrededor del mundo.

Un tenue brillo dorado hacía sombra en dónde sus alas descansaban ocultas; tenía los antebrazos recargados ligeramente sobre las rodillas, haciendo que sus manos se mantuvieran unidas; y la lejanía en la que se encontraba su mente, le daba un aspecto dramático a su atuendo casual. Podía tener la apariencia de un joven a punto de alcanzar los veinte; pero la divinidad que cincelaba cada uno de sus rasgos, no se podía evitar obviar.

Era un ángel. Uno al que denominaban cruel por tratar de alcanzar eso que anhelaba; pero que estaba dispuesto a enfrentar una brecha en sus planes, si con ello podía evitar el sufrimiento de David.

No es que hubiese un gran misterio en ello. Su relación se calificaba en el mundo mortal como la de hermanos; habían sido creados al mismo tiempo, y su existencia complementaba de manera natural el balance del universo. Estaban unidos. Así que lo amaba y lo respetaba... de igual forma que hacía con todo lo demás, solo que un poco más; lo suficiente para dejarlo tomar sus oportunidades, incluso si eso le hacía desviarse de sus planes.

Contrario a lo que todos pensaban, a lo que él mismo intentaba tan fervientemente hacerse creer; el mundo le resultaba un paisaje digno de admirar. La naturaleza cambiante; los humanos con su ímpetu por ser superiores a las otras especies, y todas esas emociones que regalaban sin ser conscientes de la fuerza que con ello ejercían, incluso cuando sus vidas fuese solo un chispazo dentro de la eternidad.

Pero, siempre la amaría más a ella. Tanto, que no le importaba destruir todo lo creado si con eso podía tenerla de vuelta.

La primera vez que la vio, comprendió el significado de soledad; se dio cuenta que todo ese tiempo sin pasar a su lado, fue igual que haber estado solo. Cuando ella lo miró, entendió el miedo ¿Qué pasaría después? Nunca antes se lo había preguntado. Pero fue su sonrisa, ese instante en que sus labios se curvaron mostrando el deleite de encontrarlo (a él, solo a él), que entendió que estaría dispuesto a lo que fuera para no perderle.

Así que la amó. La amó tanto que se desgarro a sí mismo, la amó tanto que se rindió a sus pies, la amó tanto que renunció a quien era para complacerla... y a pesar de todo, la perdió. Ahora solo podía seguir amándola hasta que pudiera regresarla a su lado.

No obstante, en medio del caos en que convertiría el mundo, Leo podía ver un pequeño espacio donde David y su amor por Violeta encajaban a la perfección. Aunque bien pensado, eso solo pasaría si aceptaban unirse a él; porque solo de esa forma, su amor por la exorcista sería capaz de encontrar un final feliz, pues de lo contrario terminaría antes de si quiera comenzar, cuando la realidad de los descendientes de Salomón los alcanzara.

Un secreto que muy pocos conocían, una verdad que lo había trastornado, y un destino inevitable. Las almas de los exorcistas originales se desvanecían como polvo en el viento, una vez que su vida se extinguía.

Para ellos no existía cielo o infierno. No importaba si un demonio lograba hacerse de un contrato por su alma, o si hubiesen sido los humanos más bondadosos del planeta; en cuanto el ritmo de su corazón se detenía, la muerte los alcanzaba en un sentido puro y completo. Por eso sus almas eran tan codiciadas; los demonios no tenían idea de que no podrían apoderarse de ellas, y solo dos arcángeles conocían este escabroso detalle... y él.

Por supuesto, ya que pensaba en ello y la forma en cómo se estaban desarrollando las cosas, no podía evitar pensar que esa impresionante indiscreción por parte de los Serafines con aquel profeta, tantos años atrás, era poco más que un golpe de buena suerte; en realidad, empezaba a notar un hilo alrededor de cada simple suceso ocurrido desde entonces. Todos conectados a Violeta.

Si los ponía en fila, numerando uno por uno esos pequeños pero importantes hechos, casi podía verlos caer en un efecto domino hasta llegar a Violeta.

Al principio pensaba que se debía a los lazos de sangre que la unían a la historia. Era lógico que terminara involucrada, y en gran medida, fue la causa de que hubiese decidido asesinarla aquella noche en la escuela. No solo se trataba de su apariencia física, un constante recordatorio de lo que ya no poseía; sino el futuro incierto al que se enfrentaría.

La veía tan débil, tan dependiente de Daniel, tan inocente, y con tan pocas posibilidades de haber heredado la sangre de Salomón; que le daba miedo pensar en el futuro en que eso acabaría. Especialmente porque ambas eran tan parecidas, tanto en su rasgos como en su carácter, que comprendía perfectamente el egoísmo que su bondad podía llegar a ocultar.

Lo había vivido en carne propia, todavía seguía sufriendo por ello. Esa dulzura que lo había conquistado, y que se mostraba tan evidente en la menor de los Cábala; esa fragilidad que inspiraba a querer proteger; eran las mismas razones por las cuales el mundo estaba a punto de terminar. Y no, nada tenían que ver con su ascendencia.

Así que esa noche en la universidad meses atrás, se sintió con la fuerza necesaria para asesinarla. Odiándola y amándola a partes iguales; pero de modo completamente diferente a aquella a quien tanto le recordaba, porque Violeta podía parecerse a su amada, pero no era ella, ni tampoco era completamente su reflejo. Una chispa que lo intrigó desde el momento en que la vio nacer, se mostraba de vez en cuando en su personalidad; algo que ahora empezaba a hacerlo cuestionarse cuan equivocado estaba.

Había mucho más en Violeta que lo que dejaba ver a simple vista, y se lo estaba probando con orgullosa presunción. Conforme pasaban los días no solo se estaba volviendo más poderosa, también ganaba inteligencia en su modo de actuar, se hacía de aliados sin fiarse por completo de ellos, y maduraba en sus decisiones; haciendo que de todo lo que le hacía recordar a la mujer que una vez amó, se viera como algo tan lejano, que ni siquiera entendía cómo podía compararlas.




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