La desesperación por acelerar sus pasos era un eco de los rápidos latidos de su corazón; pero no podía hacerlo, debía actuar tan normal y casual como si nada estuviera pasando.
Daniel podía estar centrado en su visión, y tener los ojos clavados en aquel extraño cuyo rostro no podía encontrar; pero cuando sus poderes se desataban de esa manera, cortando el flujo del tiempo y llevándolo a momentos robados de la historia, las voces de los Serafines se volvían más claras: "te observan" decían, sin parar de recitar también esa frase que lo estaba volviendo loco "Hija de los hombres, hija de los hombres, hija de los hombres..." con la desesperación de un condenado a muerte.
Así que solo sumó uno más uno para sacar la cuenta. El hotel debía ser parte al completo de los Templarios. Eric había demostrado que no era un idiota, y que si bien la mayoría de las veces respetaba el espacio por el que se movían, no se trataba más que de un mero acto condescendiente, pues era él quien llevaba las riendas. Siempre supo donde estuvo Joel, a pesar de que Violeta pensaba a lo tenía oculto, y otros cuantos detalles más que indicaban que nada se salía de su control.
Bueno, no la mayoría del tiempo. El hombre era listo, pero no omnipresente.
Ese pensamiento curvó traviesamente la comisura de sus labios, mientras pasaba por el lobby del hotel. No prestó atención a los detalles; no estaba interesado en lo que le rodeaba, más allá de las figuras tangentes y reales que se diferenciaban de los espejismos de su visión; podía sentir sus miradas cautelosas puestas sobre su espalda, la vigilancia continua en el joven Profeta que no sabía usar sus poderes... Luc tenía razón, ser subestimado podía ser favorable.
Sin embargo, no podía disfrutar demasiado de su triunfo, porque la curiosidad le nublaba los sentidos. El sujeto de la capucha roja se movía entre la gente de su visión, entre aquellos que fueron a darles el pésame a los hermanos huérfanos en el funeral de su abuela; la última familia que les quedaba.
Pero esta vez sabía a dónde se dirigía, y planeaba llegar allí antes.
Era curiosa la menar en que las ilusiones del pasado funcionaban. El tiempo no se aplicaba a ellas solamente en el sentido de que se mostraban en el presente, sino que también parecían desenvolverse a un ritmo diferente. Antes, cuando tuviera esta misma visión en el funeral de Gabriel, el lugar se adecuo de tal manera que parecían sincronizados en movimientos; ahora, lo había perseguido por el estacionamiento, y estaban a punto de salir de la recepción, pero la escena seguía reproduciéndose en solo unos cuantos pasos. Infinita e irreal.
Daniel no estaba dispuesto a quedarse solo con eso. Los Serafines habían elegido mostrarle por una razón, estaba seguro; y la urgencia por desentrañar el misterio estallaba en su cabeza como un sonido martilleante, que hacía coro a la frase que seguramente de ahora en adelante escucharía hasta en sus pesadillas "Hija de los hombres, hija de los hombres, hija de los hombres..."
Entonces aceleró el paso. Mil excusas existían en el mundo para los actos simples, mi excusas podía dar por llevar urgencia a su habitación. Y finalmente lo alcanzó.
Sus pies se habían detenido justo a unos centímetros del elevador, donde el epicentro de su visión se partía a la mitad con las paredes reflectantes del aparato. El Profeta levantó la mano más por instinto que de forma consciente, y presionó el botón que le abriría el paso a su destino.
El espacio reducido del interior almacenaba un recuerdo grabado en su corazón con fuego; uno prohibido por Damon, pero que igual se mostraba ante él, desafiando al ser infernal. Esta vez los Serafines no guardarían más silencio.
Violeta con solo catorce años de edad, estaba sentada a solo un metro del ataúd donde descansaban los restos de su abuela. No había lágrimas en su mirada, ni expresión alguna que delatara sentimientos en su rostro aun algo infantil. La gente la había mirado más con miedo que con preocupación pues parecía completamente ajena a lo que pasaba, y las pocas palabras que salían de sus labios eran monosílabos.
Él sabía que no era así; que la angustia y el dolor la estaban consumiendo, y que su entereza no era más que una bomba a punto de estallar.
La muerte de Eleonor había llegado sin aviso. Un infarto fulminante que truncó su vida y cambió por completo la de ellos, dejándolos ante la expectativa de un futuro separados, pues ambos aún eran menores de edad; y a pesar de que Daniel tenía en sus manos su propio destino gracias a una extraña sugerencia de la mujer meses atrás, no tenía la certeza de que pudiese obtener la custodia de su hermana... de que alguien no la fuese a alejar de su lado...
Pero de esa lucha ya habían salido vencedores, y ahora la que estaba librando era otra. La identidad de aquel desconocido que acechaba como ave de rapiña a la joven Violeta.
El Profeta avanzó sintiendo que el aliento le faltaba. El ruido de las puertas al cerrarse un vago recuerdo de la realidad que le rodeaba; y sus pasos le condujeron al centro del diminuto espacio que lo encerraba, colocándolo justo a la espalda de su hermana. Si levantaba las manos, podría ponerlas sobre sus hombros; pero el consuelo que le quería emitir ya no lo necesitaba... no por esa razón.
Entonces el desconocido dio media vuelta para quedar frente a ella, y el rostro oculto finalmente se reveló.
Daniel no había pensado mucho en esa visión luego del funeral de Gabriel; tenía tantas otras cosas en la cabeza, que el pasado a pesar de ser el causante de su presente, no parecía tener tanta importancia como los acontecimientos que no los dejaban vislumbrar un futuro. No obstante, si le hubiese contado a alguien lo que vio, si de alguna forma tuviera que señalar en palabras dichas un nombre culpable, solo uno se adelantaba a sus pensamientos: Leo.