Azazel era libre.
El recuerdo de Daniel dejó claro este hecho, y poco a poco las pistas que había ido reuniendo y le parecían absurdas, encajaron en su sitio como un rompecabezas perfecto. No obstante, no fue hasta que Violeta gritó con desesperación a su hermano, haciendo que su poder natural sofocara por un instante aquel que les apresaba, y dejará la realidad expuesta, que su existencia entera se detuvo para concentrarse solo en ese instante, entre toda la eternidad.
El pensamiento fue veneno y antídoto al mismo tiempo para la vampiresa. Por un lado, la idea de saberla en libertad a pesar de todo el daño que ocasionó, no solo a ella, sino a tantos inocentes; simplemente era inconcebible, una ofensa a la vida. Pero, por otra parte, saber que el objeto de su más profundo odio, de toda esa ponzoña que vagaba en sus articulaciones y que la volvió el monstruo de colmillos sedientos de sangre; bueno, eso era como quitarse una pesada carga de los hombros.
Por fin podría llevar a cabo una venganza que parecía imposible. Sin embargo, como ambos cosas eran el extremo opuesto en la balanza, y en ese momento hacían un equilibrio perfecto, la cordura y razonamiento lógico que llegaban con una larga (muy larga) vida, quedaron neutralizados dejándola sumida en nada más que sus deseos e instintos.
Su lado humano se desconectó por completo de la realidad, mientras que la bestia en la que se convirtió para satisfacer el odio a su debilidad, se adueñó por completo de su cuerpo ansioso por ser alimentado.
Los movimientos dejaron de ser controlados o analizados, al tiempo que su garganta en lugar de palabras liberó gruñidos que reflejaban de una forma oscura su modo de sentirse. Todo era naturaleza básica. Sentir, oler, escuchar, ver, y sobre todo, probar las pequeñas gotas que lograba captar de lo que fuese que arrancaba del cuerpo del ángel; se había diseñado a sí misma para ser capaz de aumentar su fuerza alimentándose de sus enemigos.
Hubo tantos de ellos en tan poco tiempo, que su vida continuó haciéndose cada vez más larga, no porque fuese inmortal, sino porque su poder aumentaba. Pero los que provocaron su perdición estuvieron siempre fuera de su alcance... hasta ahora.
Lo que sentía por Azazel y los suyos es algo que no podía definirse con una palabra tan corta como odio; eso sería quedarse infinitamente corto, y tan falto de respeto por los hechos, que lo único que la vampiresa podía hacer, era gruñir de frustración y rabia.
Ellos habían sido inocentes, buenos, esperanzados a vivir de la mejor manera posible para cumplir en bien a los regalos dados por El Creador; y aun así, los Vigilantes simplemente les arrebataron todo, convirtiéndolos en nada más que despojos de sí mismos. En criaturas viles capaces de lo que fuera por salvarse, por enaltecerse cuando no eran más que muñecas desechables...
Los Vigilantes decían divinos, superiores; pero eran la peor clase de pecadores. Tan viles que ni el infierno era lugar adecuado para su castigo.
La mente de Pandora flotaba entre una neblina de venganza y sus propias memorias, lo que era como pólvora en el fuego; pero no estaba atenta a lo que ocurría a su alrededor. No le importaba. Iba a drenar cada gramo de fuerza en Azazel, después la haría traer a sus hermanos para destazarlos uno por uno, y entonces, pasaría el resto de su existencia creando métodos de tortura adecuados para su rango; si tanto se valoraban por ello, tenía que darles algo acorde, y lo mejor de todo, es que lo haría siendo aún más bella de lo que había sido cuando la conocieron.
¿Pensaban que se avergonzaría de ser quien era por lo que le hicieron? ¿Qué se degradaría porque según ellos su rostro estaba maldito? Idiotas. Solo por el mero placer de hacerlo, se convirtió en algo todavía más hermoso; y por el infierno, valió la pena cada segundo al ver la sorpresa reflejada en el rostro de Azazel, el desconcierto palpable en sus lentos movimientos, y la desesperación de no poder reducirla a mera basura como en el pasado.
Ahora era ella quien llevaba batuta. A pesar de la belleza del ángel, de su fuerza, de su experiencia, de su sabiduría; era ella quien estaba cortando, golpeando, bloqueando y haciendo retroceder. Y no pensaba detenerse por absolutamente nada en el mundo, porque no existía nada que valiera más que su venganza.
Entonces lo escuchó.
El llamado de Gabriel fue una brisa fresca para el calor de su furia. Un toque efímero contra su piel de monstruo, que atravesó los escudos forjados en los peores sentimientos a través de los siglos, y alcanzó con un simple roce las profundidades de lo único bueno que quedaba dentro de ella; de esa humanidad que pensó estaba extinta, pero encontró irónicamente en la sonrisa de un pequeño nefilim.
El pecho de Pandora se expandió en una explosión de colores, igual a fuegos artificiales iluminando con alboroto y diversión la noche más oscura; porque ni siquiera su más ferviente deseo de venganza, era mínimamente comparable con lo que sentía por su pequeño.
Al instante su cuerpo se giró ignorando por completo a su mayor enemigo, y aun con los colmillos de fuera miró a su alrededor volviendo a ser consciente de lo que ocurría. La lógica y sus pensamientos racionales arrastrándose de entre los muertos a través de los gruñidos de su antigua ira.
Era su hijo, ella podía sentir a su hijo cerca. Esa fuerza brutal que hacía evocar al mito de Hércules; y esa habilidad natural para capturar la mente de otros y moverla a su antojo. Pero antes de que pudiera encontrar de dónde provenía la energía, o siquiera entender lo que ocurría, una punzada cortante atravesó su estómago.
La lanza de doble punta que había invocado Azazel estaba incrustada en su cuerpo. Su distracción en medio de la batalla le sirvió al ángel para poder cambiar la balanza de la pelea; la vampiresa miró hacia la herida tratando de dar orden a sus ideas, pero la confusión en su interior estaba dificultando la tarea. Todo lo que sus pensamientos podían emitir de forma racional, era el nombre de Gabriel.