Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
—Mateo 5:3
El diluvio no ha parado desde que atardeció, por lo que la clínica ha estado bastante quieta. Los únicos que se atreverían a venir con este clima son quienes yacen al borde de la muerte y no resistirían el viaje al hospital de la capital, o los adictos a analgésicos. La mayoría de estos últimos se marcha cuando menciono mis contactos en instituciones de desintoxicación. En los raros casos en que se tornan agresivos, opto por recetar placebos solo para que me dejen en paz... Por desgracia, siempre regresan, y mis reservas se agotan.
Ya casi es hora de cerrar y, por fortuna, ninguno de esos dos perfiles ha aparecido. Honestamente, es un alivio. Finalmente pude archivar casos pendientes de semanas atrás y darme un respiro. De todas las razones por las que podría perder mi licencia médica, que fuera por una mala documentación sería, sin duda, la más humillante.
—Maldición, Lloyd... ¿Cuándo te volviste tan cínico? —me reproché en voz baja.
Se supone que amas esta profesión. ¿Cómo llegaste a este punto?
Apenas han pasado dos años desde que abrí la clínica. Me mudé a este pueblo por petición de mi padre. Pero la rutina diaria ha terminado por abrumarme; el hospital, por más estresante que fuese, siempre ofrecía algo nuevo... No. No pienso volver a ese lugar.
Los habitantes ya me conocen; varias familias dependen de mi atención. Pero no me he permitido conocer el lugar más allá del mercado central. Vivo encerrado en mi propia clínica, que al final solo es una extensión de mi hogar. Supongo que yo mismo me busqué este aislamiento, pero no puedo evitar sentir resentimiento hacia las decisiones que me llevaron a este punto.
El aguacero arreciaba. Cada gota que golpeaba el techo retumbaba en mi cabeza: un segundo, un minuto, una hora, un día, un año... nueve años.
—¡¿Nueve años de carrera médica para esto?! —grité, levantándome de golpe y derribando mi taza llena de bolígrafos. Estaba furioso. Con la vida, con Dios... conmigo mismo.
Respiré hondo y recogí el desastre. Por suerte, la taza no se rompió.
Perdí la compostura; hace tiempo que no pasaba. Necesito relajarme. Después de todo, si me volví médico fue por...
Toc, toc, toc.
Unos golpes en la puerta de mi casa interrumpieron mi tren de pensamiento. No en la clínica, en mi casa. Claramente, quien sea no leyó el letrero.
—¡La clínica está en la puerta de al lado, a su izquierda! —grité.
Toc, toc, toc.
Tal vez no me oye por la lluvia. ¿Quién será a esta hora? ¿Algún adicto, finalmente? Crucé hacia la entrada, pasando por la puerta que separa la clínica de mi hogar.
—La clínica está en la puerta de al lado. Pase por ahí para ser atendido —dije sin ganas al abrir la puerta principal.
—Oh, disculpe, Dr. Conrad. No vengo por una consulta; mi visita es más personal.
Un hombre alto se presentó cerrando su paraguas mientras entraba sin ser invitado. Solo faltaba un rayo para completar su lúgubre aspecto.
—¿En qué puedo ayudarle? —pregunté, manteniéndome alerta. Aún no he tenido la desgracia de que alguien intente atacarme, pero la experiencia me ha enseñado a no confiar ciegamente. Y este sujeto encendía todas mis alarmas.
—No se preocupe, doctor. Vengo a saldar una deuda. Tal vez no me recuerde, pero usted salvó mi vida hace ya un año.
¿Salvé su vida...? Ah, sí. Volvía de un chequeo rutinario en casa de un niño con varicela cuando un hombre fue atropellado frente a mí. Tuvo suerte: logré estabilizarlo hasta que llegó la ambulancia que lo trasladó a la capital. Así que era este sujeto...
—Ya lo recuerdo. Pero no esperaba nada a cambio. Solo hice lo que creí correcto —respondí con sinceridad. Médico o no, no habría ignorado una vida en peligro.
—¡Tonterías! Estoy vivo gracias a usted, y eso merece ser compensado. Quiero que acepte esto.
Sacó un sobre de su chaqueta y me lo entregó con firmeza. Estaba repleto de billetes.
—Esto es... demasiado. No sabría qué hacer con tanto dinero —dije tras un vistazo rápido. La mayoría eran de alta denominación. Puede que esta fuera la solución que había estado esperando.
¿Realmente estás considerando dejarlo todo atrás?
—Considérelo una justa compensación por su acto desinteresado. Ah, y algo más... ¡Niña, entra y preséntate!
Una chica extremadamente delgada, vestida con un trapo marrón que apenas podía llamarse vestido y calzando sandalias gastadas, apareció empapada por la lluvia. Tenía la mirada perdida y sin expresión.
—¡Por Dios! ¿¡Cuánto tiempo lleva afuera bajo la lluvia!? ¿¡Es que no te importa!? —le grité al hombre, incapaz de contener mi indignación.
Actué por impulso: dejé caer el sobre y corrí a buscar una toalla en la clínica. Volví rápido para secar su cabello.
—Es una esclava. Créame, ha pasado por cosas peores. Estará bien —respondió el hombre con condescendencia.
La naturalidad con la que lo dijo me revolvió el estómago; como si eso justificara algo.
—¿Puedes secarte sola? —le pregunté a la chica. Asintió con el rostro inexpresivo.
Solté la toalla y me volví hacia el esclavista.
—Explícate —le exigí sin ocultar mi repulsión.
—Su dueño falleció hace un par de días y, como amigo de la familia, me beneficié con algunos bienes. Entre ellos estaba esta chiquilla. No tengo nada que hacer con ella, y sería un desperdicio dejarla a su suerte. Por eso vengo a ofrecértela, ¡sin condiciones! —explicó, frotándose las manos como si se tratara de la oferta del siglo.
Siempre he odiado la esclavitud, y el hecho de que este país aún la practique me repugna. ¿Por qué aceptaría algo así?
—No soy partidario de la esclavitud. ¿No puedes simplemente liberarla?
—¿Liberarla? —se inclinó hacia mí, casi en un susurro—. Usted sabe cómo es la Corte... toma meses ser citado. Nadie lo hace.