Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
—Mateo 5:7
Gritos desgarradores me atraviesan. Provienen de la niña encadenada a mi camilla, su cuerpo enrojecido por las quemaduras. Suplica, implora... pero aquella mano sigue vertiendo el líquido que la devora. Grito con ella, pero mis palabras se ahogan en su clamor. De pronto, todo queda en silencio. Su piel, ennegrecida y carmesí, es lo único que queda.
La botella cae al suelo. Solo entonces reconozco la mano que la sostenía.
La mía.
Despierto empapado en sudor. Solo fue una pesadilla
¿Será mi conciencia castigándome por este pecado? No... No puedo permitirme caer en ese tormento.
Y, sin embargo...
—Maldición, tendré que hacerlo de nuevo —murmuré al recuperar el sentido, aún encorvado sobre mi escritorio. El sudor había arruinado la solicitud de liberación que estaba escribiendo.
Pasé toda la noche revisando las leyes de esclavitud y el archivo por completo, luego de enviar a Sylvie a dormir.
Es un alivio que haya pospuesto por tanto tiempo convertir la habitación de huéspedes en almacén, porque pude brindarle una cama digna. Se negó al principio, argumentando que estaba acostumbrada a dormir sobre una sábana en el suelo, pero bastó insistir una segunda vez para que aceptara sin objeción.
La verdad no sé cómo sentirme al respecto. Su falta de expresividad me resulta imposible de descifrar. No muestra otras emociones más que sorpresa o confusión por cómo la trato. Solo existe... solo sirve.
Me hará falta paciencia si planeo devolverle su individualidad... algo de lo que, lamentablemente, no tengo mucho. Tal vez esa pesadilla era una advertencia. Honestamente, soy la persona menos indicada para ayudarla.
Solté un profundo suspiro y salí de la clínica para asomarme a su habitación. La tenue luz de la sala se colaba por la puerta entreabierta, permitiéndome verla dormir profundamente. Quizá sea la primera vez en años que logra un descanso así.
No conozco toda su historia, pero sé lo suficiente como para que nazca en mí este deseo de protegerla. Será egoísta, quizá, pero quiero apoyarla, verla sanar, crecer. Incluso si algún día llegara a odiarme, me daré por satisfecho si logra tener una vida plena.
Después de una ducha caliente y una necesaria afeitada, me dispuse a rehacer la solicitud. Me tomó algo de tiempo; ya eran pasadas las ocho cuando terminé. Preparé los documentos para enviarlos por correo junto con las copias de mis consultas médicas. Incluí también la ficha médica original de Sylvie; tal vez en el hospital sepan quién corresponde a esa firma y sello ilegibles.
—Buenos días, amo Lloyd —Sylvie se presentó, asomándose a la clínica desde la sala.
—Buenos días, Sylvie. No hace falta que me llames "amo". Con Lloyd basta, ¿está bien?
Sylvie asintió, inexpresiva.
—¿Dormiste bien?
—Eso creo —respondió, desviando la mirada.
—Me alegra. Justo estaba esperando a que despertaras.
—No necesita esperarme si requiere algo. Después de todo, vivo para servirle —dijo, con el rostro inexpresivo.
Me levanté y puse una mano sobre su hombro. Se sobresaltó, pero me sostuvo la mirada.
—Iré a la oficina de correos y haré unas compras. ¿Te gustaría acompañarme? —le pregunté con una sonrisa cálida.
Sylvie me observó por unos segundos y luego asintió.
—Como usted ordene.
Sigue sin gustarme el lenguaje que usa, pero habrá que trabajar una cosa a la vez.
—Perfecto. Solo preparo estos papeles y salimos.
Volví a mi escritorio y comencé a organizar los documentos. Me detuve al ver la ficha médica de Sylvie que llené anoche. Recordar todo lo que ocurrió en un santiamén hizo que me doliera la cabeza, pero más que nada, persistía una inquietud.
—Sylvie, ¿podrías hacerme un favor?
—¿En qué puedo servirle?
—Ayer faltó algo en los exámenes. Necesito una muestra de sangre para enviarla al laboratorio.
Ella mostró una nueva expresión: incomodidad, aunque pronto retomó la neutralidad.
—Lo que usted ordene, amo.
Había resignación en sus palabras. No quería hacerlo. Fruncí el ceño y la miré directamente.
—No, no me gusta esa respuesta.
Me sostuvo la mirada. Parecía a punto de llorar. Probablemente por mi súbito tono la estaba asustando, pero debía ser firme si quería que empezara a tomar decisiones por sí misma. Esta era una oportunidad.
—No voy a obligarte a hacer nada que no desees. Solo di que no y no será necesario explicarlo.
Mi tono era seco, irritado, aunque no contra ella, sino contra mí mismo. El cambio en su mirada despertó un recuerdo profundo en mi interior.
Durante mis años como interno, los peores casos que atendí fueron esclavos llevados al borde de la muerte. Explotados bajo el sol, castigados hasta el delirio. Veía en sus ojos una tristeza que me dejaba impotente, sabiendo que tras sanar volverían a ese infierno. No eran tratados como personas por el personal y mucho menos por sus dueños; solo eran herramientas llevadas a ser "reparadas".
Y ahora ahí estaba Sylvie. Esa misma tristeza en su mirada... pero también algo más: confusión, miedo, sobrecarga. Temblaba, balbuceaba, no podía formular palabras. Y todo era mi culpa.
Me acerqué y puse una mano sobre su cabeza, acariciándola con suavidad.
Sylvie dejó de temblar. Me miró, aún con miedo. Respiré hondo, intentando relajarme antes de disculparme. Debía cuidar mis palabras.
—Perdón, Sylvie. No era mi intención presionarte. Olvidemos el tema por ahora y...
—¿Para qué necesita mi sangre? —me interrumpió. Había curiosidad en su voz, mezclada con temor.
Levanté la mano de su cabeza y pensé cómo explicarlo. Tal vez su curiosidad podía ser un punto de partida.
—Por dos razones —dije, levantando dos dedos para captar su atención—. La primera, para detectar si padeces alguna enfermedad crónica. A simple vista no parece que tengas alguna, pero es mejor asegurarse. Y la segunda, para conocer tu tipo de sangre.