Alma Pura, Corazón Marchito

3.- Sollozos del pasado

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

—Mateo 5:4

Han pasado tres días desde que le revelé a Sylvie mis intenciones de liberarla. Sin embargo, un reciente brote de resfriado común en el pueblo me ha mantenido demasiado ocupado como para pasar tiempo con ella fuera de las comidas. Le había prometido que hablaríamos aquella noche, pero desde entonces he estado agotado por la enorme carga de trabajo.

Hoy, por fin, todo ha estado más tranquilo. Parece que la mayoría de los afectados ya se presentaron y han seguido mis indicaciones. Decidí cerrar la clínica por dos horas en lugar de la habitual hora de comida; siento que le debo algo de mi tiempo a Sylvie.

Al pasar a la sala, la tomé por sorpresa. Estaba sentada en el sofá, leyendo una enciclopedia. Al verme, se incorporó con sobresalto, como si la hubiese descubierto haciendo algo indebido, pero levanté la mano para tranquilizarla. Me acerqué con una sonrisa calmada.

—No te preocupes, continúa tu lectura. ¿Qué lees, por cierto? —pregunté, parándome a su lado.

—Ana... anatomía... pero es más complicada de lo que esperaba.

—Y solo se pone más complicada a medida que te adentras en ella. ¿Puedo preguntar por qué anatomía?

—Noté que ha estado muy ocupado en la clínica. Me gustaría ayudarle.

Sus palabras me conmovieron. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien me ofrecía su ayuda de manera desinteresada. Incluso si, en el fondo, solo buscaba compensar lo que he hecho por ella... ojalá todo fuera tan sencillo.

—Agradezco mucho tus intenciones, Sylvie, pero me temo que para practicar medicina, incluso como enfermera, se requieren años de estudio. Y no estoy calificado para enseñarte.

—Entiendo... —Intentó ocultar su decepción, pero su voz la delató.

Buen trabajo, Lloyd. Se supone que debes alentarla a encontrar su camino, no cerrarle las puertas, imbécil.

Solté un leve suspiro para pensar en como salvar esta situación. Coloqué mi mano sobre su cabeza para captar su atención y, con una nerviosa sonrisa, intenté reconfortarla.

—Aun así, no te sientas desanimada. Si realmente te interesa, no dejes que nada te detenga.

Sylvie asintió. Su expresión era difícil de leer, pero parecía más serena. Retiré mi mano.

—¡Lo tengo! —chasqueé los dedos al ocurrirme una idea. Sylvie dio un pequeño brinco, sorprendida—. Podría enseñarte primeros auxilios. Si alguna vez se necesitara, me sería de mucha ayuda tenerte cerca.

Sylvie se quedó pensativa unos segundos, como si me estuviera evaluando. En los últimos días noté que me observaba en silencio más de lo usual. Prefería no confrontarla, aunque es un poco inquietante.

—Me parece bien —respondió finalmente, suspirando antes de volver a su lectura.

Estaba por retirarme a la cocina cuando noté algo extraño.

—Parece que fuerzas la vista al leer. ¿Te duelen los ojos? —pregunté, preocupado como su médico.

—Un poco. Por breves momentos las palabras se nublan.

¿Vista cansada? Definitivamente necesita lentes para leer si no quiere dañar más su visión a largo plazo. Por suerte, sé dónde conseguir unos.

—Sylvie, acompáñame un momento, por favor.

Dejó el libro en la mesa y me siguió hasta mi habitación. Allí, abrí el armario y ambos nos arrodillamos frente a la caja fuerte. Mientras giraba la perilla para introducir la combinación, los recuerdos de mi familia cruzaron mi mente, y sentí el impulso de compartirlos con ella.

—¿Sabes? Esta casa solía pertenecer a mi abuelo. Fue general en ambas guerras mundiales. Mi padre siempre sintió que lo decepcionó por no enlistarse en la segunda pues tuvo que criarme solo. Y aunque mi abuelo era un hombre distante, estoy seguro de que lo amaba.

—¿Cómo está tan seguro? —preguntó con curiosidad.

—Cuando me mudé aquí intenté descifrar la combinación de esta caja por varios días, hasta que... —La caja hizo un clic—. Probé con el cumpleaños de mi padre.

Al abrirla, Sylvie se inclinó para ver su interior. Varias fotos captaron su atención. Las tomé y se las mostré.

—Estas son de cuando mi padre aún podía cargarme. En la más reciente, creo que tenía apenas ocho años.

Sylvie examinó las imágenes con detalle. Mientras lo hacía, busqué lo que realmente necesitaba. Aparté medallas, el sobre con el dinero que quise rechazar... y por un momento, sostuve el revólver de mi abuelo. Tragué saliva y lo guardé al fondo, asegurándome de que Sylvie no lo viera. Me aterran las armas. Muchos de los casos que atendí fueron causados por ellas. Ese revólver debía permanecer ahí, fuera del alcance de todos. Preferiblemente, para siempre.

Finalmente, encontré el pequeño estuche que buscaba y lo saqué.

—Sylvie, ¿me lo cambias? —extendí una mano con el estuche, y la otra pidiéndole las fotos.

—¿Qué es esto? —preguntó, mientras yo guardaba las fotos y cerraba la caja fuerte.

—Ábrelo.

Sylvie lo hizo y encontró un par de anteojos. Su expresión fue de confusión y asombro.

—Aunque visité a mis abuelos en contadas ocasiones, siempre era grato verlos. Mi abuela solía leerme para dormir, y siempre usaba esos mismos anteojos.

—No... no puedo aceptarlos... deben tener mucho valor sentimental —me tendió el obsequio tratando de devolverlo.

Levanté una mano para detenerla.

—Lo tienen. Pero sé que mi abuela preferiría que los usaras a que acumularan polvo aquí.

Sylvie los observó en silencio, meditando mis palabras.

—¿Cuál era su nombre?

—Margaret.

—¿Cómo era ella?

Una sonrisa se formó en mi rostro al recordarla.

—Un alma gentil, caritativa, llena de amor. Siempre sabía cómo calmar las tensiones entre mi padre y mi abuelo. También me enseñó a cocinar. Por eso me gusta tanto.

Sylvie volvió a mirar los anteojos, profundamente reflexiva. Se los puso por un instante... y le daban un aire muy adorable. Pero al notar mi reacción, se los quitó apenada y los guardó.



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En el texto hay: redención, esclavos, cicatrices

Editado: 21.11.2025

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