Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
—Mateo 5:6
Maldito bastardo.
De todas las noches, ¿por qué justo esta? ¿Por qué, entre todas las malditas noches, se atrevió hoy? Debí haberlo intuido cuando Kristoff me lanzó esa mirada... debí preverlo.
Ya no importa. Me ha dado todas las razones para tomar medidas drásticas con tal de proteger lo que más me importa.
El revólver de mi abuelo.
Cada bala que cargo en él es una promesa rota.
Me prometí no volver a tocar esa arma.
Prometí no traicionarla.
Prometí no romperle el corazón.
Prometí que no volvería a sentirse como una esclava...
Me prometí no volver a tomar una vida.
Salí de mi habitación con el revólver en la mano.
Sylvie abrió su puerta de golpe.
—¿Lloyd...? ¿Qué fue ese...? ¡Ah! ¿¡Eso es...!?
—¡Enciérrate en tu cuarto y escóndete bajo la cama, ahora! —le grité.
Cerró la puerta al instante. No puedo arriesgar que se acerque a ella bajo ninguna circunstancia.
Mi mano ardía al sujetar la perilla de la clínica. Cada giro intensificaba el dolor, hasta que finalmente abrí de golpe, con el arma en alto, preparado para lo impensable.
—¡Esperaba más de ti, Kristoff! ¡Te daré una oportunidad para que salgas...!
Encendí la luz, pero...
—Tú no eres Kristoff.
Delante de mí había un hombre de cabello castaño, esbelto, de unos cuarenta o cincuenta años. Completamente desconocido. Empuñaba una palanca.
—¿¡Quién demonios eres tú!?
En ese instante, escuché otra ventana romperse, proveniente de la habitación de Sylvie.
—¡¡LLOYD!! ¡¡AYUDA!! —mi sangre se heló al oírla gritar.
—¡¡¡SYLVIE!!! —grité, girándome por instinto, a punto de correr hacia su cuarto.
Grave error.
Un golpe contundente en la nuca fue lo último que sentí antes de desplomarme.
...Fallé...
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Oigo murmullos mientras vuelvo en mí de alguna forma; me arrastraron hasta la sala:
—¿Lo encontraste?
—Tengo las manos ocupadas ahora mismo.
—¡Scheiße! Se está despertando.
Logré ponerme de rodillas, pero al levantar la cabeza, sentí el frío metal del revólver contra mi nuca.
Sylvie estaba frente a mí, inmovilizada entre los brazos del segundo intruso.
—Será mejor que no te muevas, doctor —dijo el hombre que me apuntaba con mi propia arma.
—¿Por qué están aquí? ¿Qué buscan? ¿Drogas? ¡Tengo de sobra! ¿Dinero? ¡Los llevo a la caja fuerte, está llena! ¡Pero por favor, no le hagan daño!
Se quedaron en silencio. Mientras tanto, planeaba mi siguiente movimiento. Era arriesgado... pero no tenía opción.
—¿Por qué te importa tanto la vida de una esclava? —preguntó el que la sostenía, descolocándome.
—¡Ella no es una esclava! —respondí, poniéndome de pie—. ¡ES LA MUJER QUE AMO!
En ese instante, Sylvie clavó algo —posiblemente un fragmento de vidrio— en la pierna de su captor.
Se liberó de inmediato y corrió hacia la clínica.
Aproveché la confusión para lanzarle el puñetazo más fuerte que pude al otro hombre y dejarlo inconsciente.
—¡BASTARDO! —gritó el que quedaba, jalando el gatillo... pero no se disparó nada.
Hubo un segundo de desconcierto que no desperdicié.
Deliberadamente había dejado la primera recámara vacía. Planeaba usar el gatillo para asustar a Kristoff y recurrir a las balas solo si no me dejaba otra opción.
Esa decisión acababa de salvarme la vida.
Pero mis siguientes movimientos serían los más críticos.
Me lancé sobre él para arrebatarle el arma. Nos enfrascamos en un forcejeo violento: puñetazos, patadas, empujones. Yo sujetaba la empuñadura; él, el cilindro.
El empate era total... hasta que sentí el martillo accionarse.
—¡No! ¡Espera!
¡BANG!
Mis oídos zumbaban. Mi visión estaba borrosa. El olor a pólvora era penetrante. Mis piernas querían ceder y las manos temblaban sin control.
Cuando por fin recuperé la vista, tenía el arma en mis manos... y al hombre en el suelo, gritando de dolor. Su mano izquierda estaba destrozada por el gas expulsado del cilindro.
No tengo idea adónde fue a parar la bala, pero no tenía la intención de quedarme a averiguarlo.
Me arrodillé sobre su muñeca para frenar la hemorragia e interrogarlo.
—¿Cómo sabían que ella era una esclava? ¿Quién los envió?
—¡PÚDRETE! —gruñó entre quejidos de agonía.
¿Quiénes eran estos sujetos? ¿Cómo fue que...?
—¿Fue Schlachter, verdad? ¡¿Fue él quien los mandó?! —acceré en cuanto todo cuadró.
El hombre guardó silencio; estaba claro que yo tenía razón.
Apliqué más presión con la rodilla y levanté el arma.
—¡RESPONDE, MALDITA SEA! ¿¡POR QUÉ LA QUIERE!? ¿¡CÓMO NOS ENCONTRÓ!?
Seguía sin hablar. Solo jadeos de dolor. La rabia me estaba ganando.
—¡NO ME OBLIGUES A LIMPIARTE LOS SESOS EN MI SOFÁ! —amartillé el arma y la apunté a su sien.
Estos hombres irrumpieron en mi casa para llevarse a Sylvie. Si no iban a darme respuestas... entonces...
—¡Lloyd, basta! —apareció Sylvie desde la clínica. Se arrodilló a mi lado, con lágrimas en los ojos—. Por favor... baja el arma.
—¡Vinieron por ti! ¡Ese imbécil los mandó, Schlachter!
—¿Y matarlo arreglará algo? —susurró, colocando sus manos sobre el revólver—. Tú no eres así, Lloyd...
Vi su mano vendada. Se había herido al defenderse.
—Tus manos dan vida, Lloyd... no la arrebatan. Dame el arma, por favor...
Verla así me partía el alma. Incluso en mi momento más oscuro, ella apelaba a lo que quedaba de mi humanidad.
—Está bien... —desamartillé el revólver y se lo entregué—. Llama a la policía y tráeme mi bolsa médica. No quiero que se desangren.
—Los llamé en cuanto me liberé —respondió, con un ligero suspiro.