Alma Vendida

CAPÍTULO VI

Violeta sintió el momento exacto en que el suelo desapareció bajo sus pies. El aire dejó de circular a su alrededor, sofocándola; y su estómago viajo sin escala hasta su garganta provocándole vértigo, mientras que las luces del estacionamiento se reducían a nada entre la oscuridad que la devoraba. Ni si quiera era capaz de gritar.

Sin embargo, en medio de la confusión y el temor, el destello dorado en los ojos de Damon la obligo a permanecer consciente.

El miedo se fusionó con la adrenalina a través de su sangre, y corrió por sus venas ocasionándole un horrible hormigueo en la piel; pronto todas sus terminaciones nerviosas se pusieron en alerta, y su instinto de supervivencia despertó intoxicado, luchando como una bestia para mantenerla con vida.

La exorcista levantó las manos hacia el demonio, esperanzada a que él la tomara y evitara su caída; pero desafortunadamente la distancia que los separaba era mucha, y cada segundo se hacía más grande. No importaba que tanto quisieran alcanzarse uno al otro, si ella no frenaba de alguna forma el descenso, tal vez Damon no llegaría a tiempo para detenerla.

Entonces, algo más que los latidos de su corazón comenzó a hacer eco en su cabeza, distrayéndola de sus propios pensamientos. Distintas voces se filtraron por sus oídos; y entre lenguas que parecían provenir de tierras lejanas, e idiomas que vagamente le eran familiares, algunas frases cobraron sentido.

"No sirve de nada luchar...", "Si tan solo hubiese vivido mejor...", "Quiero regresar...", "Sáquenme de aquí...", "No quiero quedarme por la eternidad...". Había tanto dolor y sufrimiento en aquellas palabras, que de hecho no importaba si no era un lenguaje conocido, los sentimientos que transmitían se encargaban por si solos de atrapar al receptor en medio de un cruel arrepentimiento, que expresaban como una penitencia agonizante.

Los ojos de Violeta se movieron buscando entre las tinieblas a quien pertenecían esas voces que susurraban a su alrededor, pero no era capaz de distinguir nada excepto el lejano y casi perdido brillo en la mirada del demonio. Un enorme nudo se formó en su garganta, y sus puños se apretaron con fuerza ante la impotencia de su inutilidad; no poder salvarse a sí misma, y estar petrificada de miedo era un contraste en su interior.

De pronto, en medio de la caída libre y su guerra personal, un frío roce en la mejilla le hizo querer encogerse; fue solo un segundo lo que duró aquel fantasmal toque, pero al instante cientos más atraparon su cuerpo.

El aire a su alrededor se volvió fuego para sus pulmones; sin embargo, los ligeros roces de fría bruma hacían que el contraste fuese como una tortura. Violeta intentaba desesperada gritar, detenerse, callar las voces que irrumpían en su cabeza; pero todo estaba fuera de su alcance, incluso su cuerpo era incapaz de seguir sus órdenes.

De pronto lo recordó. Un destelló de lucidez sorprendió a sus pensamientos, y el sello que representaba a la súcubo en su mano, comenzó a brillar al tiempo que la cicatriz hecha por la antigua herida, palpitaba dolorosamente. Ella miró en dirección hacia su palma, y pese la molestia que le ocasionaba, una sonrisa curvo sus labios al ver la luz que emanaba de esta. Era una exorcista.

-¡Llámala!

En la distancia, la voz de Damon retumbó sobre todo lo demás, captando su atención y logrando que reaccionara. Violeta notó como apenas y distinguía que él aun intentaba alcanzarla, y la última gota de esperanza que guardaba se derramo; su cerebro logró conectar los cables con su boca, y su lengua se movió clamando el nombre de su primer pilar.

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Mirza estaba sentada tras la barra de "La Torre de Babel", y con la seducción deslizándose por sus labios, hizo un gesto con su trago hacia un hombre de mediana edad que estaba sentado en una mesa cercana. El aludido rápidamente respondió el brindis desde su lugar; y luego de beberse su copa, se puso de pie para alcanzarla.

La súcubo sintió una oleada de placer al ver como la presa caía en su hechizo, y se relamió los labios ante su prometedora noche. Los hombres como ese, que parecían tan recatados por el día y dejaban a su familia por las noches con vagas excusas de trabajo, eran normalmente con los que más se divertía. Sus instintos depravados los transformaban en cerdos sin orgullo, que accedían a toda clase de bajezas para complacer a una amante joven; y ella se daba un festín consumiéndolos.

Era irónico y divertido, como entre las frases más comunes que le susurraban mientras la tomaban, estaba la mención de su procedencia. Todos y cada uno de esos lascivos animales, en algún momento le aseguraban que estarían dispuestos a ir al infierno por ella; hasta ahora, ninguno se había mantenido fiel a su promesa de bajar voluntariamente... pero eso solo lo hacía más excitante.

Ella observó con deleite a su víctima sentarse a su lado, y sin ganas de perder el tiempo le deslizó la mano por la entrepierna, al tiempo que su rostro mostraba una calculada inocencia bajo el aleteo de pestañas. El hombre, que debía tener entre cuarenta y cincuenta años, resopló como animal en celo desesperado por satisfacerse; seguramente pensaba que tenía suerte al ser seducido por una joven de no más de veinte.




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