Alma Vendida

CAPÍTULO XXIX

El aleteo de las mariposas provocó una ventisca cálida, que descendió en espiral hasta Violeta, trayendo de regreso a sus adormecidos sentidos.

Por un breve instante de tiempo, la fracción entre el delicado subir de las diminutas alas, el aire volvió a circular dentro de los pulmones permitiendo que su corazón latiera a la vida, pulsando lo que quedaba a través de sus venas. No obstante, cuando el movimiento se completo, y las alas bajaron, las mariposas descendieron a su vez en altura, en una explosión de luz que arrojó de golpe a los hombres que la rodeaban, antes de que más de su sangre fuera derramada.

Sus ojos se cerraron como acto reflejo, pero el cansancio que parecía envolverla como una soga transparente, se apretaba más y más contra ella, impidiendo que sus párpados volvieran a abrirse. En un lejano rincón de su cerebro, una de sus neuronas se esforzaba en gritar que necesitaba mantenerse alerta, que si se dormía sería su final; pero incluso luego del extraño espectáculo, la debilidad pesaba más que su curiosidad.

-Violeta... Violeta...despierta, abre los ojos...-. Una voz nueva, pero ligeramente conocida atravesó la oscuridad del sueño. -Tienes que despertar...¡Abre los ojos!-. El último grito llegó acompañado por una violenta sacudida, que desencadenó choques de dolor a través de su cuerpo.

Y sus ojos se abrieron.

Imágenes sin sentido desfilaron en su campo de visión, las sombras gobernando la mayoría del terreno; aun así, logro enfocar lo necesario para distinguir los rasgos de quien la llamaba. El sacerdote Joel estaba hincado junto a ella, manteniéndola apoyada contra su pecho con una mano, mientras que con la otra hacía una señal de alto a los hombres que alguna vez llamó compañeros; todavía sin creerse que realmente estuviera haciéndolo.

-Eso es, no los vuelvas a cerrar ¿Escuchas?...-. Ordenó desesperado, apretándola con más fuerza.  -Si lo haces, vas a morir...-. No se sentía bien diciendo tal cosa tan crudamente, pero lo cierto es que no había tiempo para sutilezas.

Ella intentó responder, solo que su garganta estaba seca, su lengua parecía hecha de polvo, y sus labios se negaban a obedecer sus órdenes; en realidad, parecía que su mente y su cuerpo se habían desconectado por completo. Fue en ese momento que se dio cuenta que si seguía respirando, no era por ella misma, sino por las extrañas mariposas que aun la rodeaban, y que emitían una cálida brisa que llegaba hasta sus pulmones.

Entre el va y ven de sus ideas difusas, la pregunta respecto a qué eran, se repetía constantemente en medio de su fascinación por ellas. Y eso la mantenía despierta...

Por su parte, el Padre vio más que entendimiento, el pequeño aliento de vida que sus propios poderes impulsaban en la joven; sin embargo, sabía que estaba demasiado débil para mantenerla por el tiempo suficiente. Necesitaba llevarla a urgencias pronto, o de lo contrario, no sobreviviría la noche.

-Joel...-. La voz del hombre que primero había atacado a Violeta, interrumpió sus pensamientos. -¿Qué crees que estás haciendo?-. Dio un paso en su dirección, mirando codicioso la carga en sus brazos. Había estado tan absorto en la realización de su tarea, que no se dio cuenta cuando el sacerdote llegó; pero claro, ellos eran humanos, su presencia no resonaba en el ambiente como las divinas o infernales.

-No te acerques...-. Respondió antes que otra cosa. La desventaja numérica era evidente, así que usaría la única defensa que le quedaba contra aquellos a quienes una vez, llamó compañeros. -O romperé la barrera... lo juro por Dios...-. "No tomarás en falso el nombre del Señor" Segundo mandamiento. No lo haría, cumpliría si era necesario.

El paso que estaba a punto de dar, se quedó a medio camino. El gesto del agresor se contorsiono en ofensa por lo dicho, y la piel de su rostro se le pegó a los huesos por la tensión aplicada.

"Blasfemia...blasfemo..." Fue un susurro colectivo por parte de los que vestían las túnicas. Se habían puesto en pie desorientados por el golpe; y ahora recogían sus instrumentos, y las bolsas de sangre que se habían esparcido a causa del impacto. Algunas irremediablemente abiertas, derramaron el líquido sobre el pavimento.

-Entrégame a la chica...-. Levantó la mano en un gesto de intercambio. -Y hablaremos de esto más tarde...-. Suavizando su tono de voz a uno más amigable, intentando avanzar de nuevo

En cuanto hizo el amago de moverse, las mariposas comenzaron a ascender en un círculo creciente que lo detuvo en seco; y como si supieran lo que hacía, regresaron a su antigua posición, salvo por un pequeño puñado de ellas, que siguió elevándose incluso por encima de los edificios, hasta que chocaron contra una pared transparente, que igual a una burbuja de jabón, se agito en diversos colores con el ligero roce de las diminutas criaturas.

-No estoy jurando en vano...-. Explicó reafirmando su punto. -Si se acercan, la voy a romper...

No tenía caso jugar en un momento tan crítico como en el que se encontraba; pero sobretodo, no se atrevería a traicionar su propia fe, causa por la cual estaba justo en la posición que se encontraba.

Inconscientemente, siempre lo supo. La Inquisición, si bien había modificado su manera de actuar, adecuándose a la evolución de los tiempos; todavía tenía en su núcleo mentes demasiado cerradas para aceptar el verdadero cambio. Hombre y mujeres cuyos principios e ideales se habían quedado estancados en eras pasadas, donde el bien común, era en realidad, solo lo beneficioso para unos cuantos.

El paraíso requería más que buena conducta para entrar...

Pero se dejo llevar por su juventud, por el amor a sus semejantes, y por la esperanza de que tarde o temprano la aceptación a las diferencias humanas, revelaran una organización encausada a la salvación, y no solamente a la condena en juicios de incontables pecados.

Un error que ahora estaba tratando de enmendar, salvando una vida a la que ni siquiera se le había brindado el privilegio de un proceso, para determinar si era o no culpable. Porque cuando llegó allí, y la vio tendida en el suelo, sometida por hombres que obviamente eran más fuertes que ella, matándola sin el menor gramo de piedad; bueno, esa había sido una manera cruel de diluir sus ilusiones.




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