De nuevo, la clínica.
–Tuve que cambiar de médico –dijo Celestina, asintiendo mientras se sentaba junto a su mánager en la sala de espera de la clínica privada–. Mi médico está, por desgracia, de baja por un largo tiempo. Bueno, todos somos humanos...
–Adelante –el hombre mayor, con la bata blanca, los invitó a pasar a su despacho.
No podía creerlo... los peores años de su vida por fin habían terminado, todo había salido bien, incluso sin estudios y con el oído dañado. Celestina sería feliz de volver a la universidad para obtener un buen título. Ahora tenía dinero suficiente para ingresar en la institución más prestigiosa del país. Ahora lo tenía todo...
–Aquí está su historial médico –el mánager colocó los documentos sobre la mesa–. Confiamos en recibir una atención de calidad, el oído es muy importante.
–¿Estelle, verdad? –confirmó el nombre de la cantante, y la joven asintió.
–Oh, no todos los días tengo estrellas internacionales en mi consulta –comentó el médico con una sonrisa satisfecha–. He leído todo lo que me enviaron. Dice que la pérdida parcial de audición fue causada por un trauma. ¿Qué tipo de trauma? ¿En qué circunstancias?
–Es un seudónimo, pero sí –respondió ella, sentándose frente a él–. Mi nombre completo es Celestina. Puedes llamarme Tina... En cuanto al trauma... Fue un tonto que, por accidente, me dio un balonazo en la cabeza, bueno, en la sien. Todo pasó de golpe, y el mundo se quedó en silencio por el oído derecho. Pero he estado en tratamiento constante; todos mis medicamentos están detallados ahí –señaló los papeles con el dedo–. Y necesito repetir el tratamiento antes del inicio de la gira de conciertos.
–Veo que el zumbido desapareció, también la sensación de presión –dijo el médico hojeando el expediente–. Pero sigues sin oír bien las frecuencias altas...
–La molestia es mínima... por fin. Han pasado muchos años antes de que el tratamiento diera resultado y el dolor dejara de atormentarme.
–Le recetaré los mismos medicamentos de siempre, señorita, y ahora haremos unas pruebas –asintió el médico–. Revísese con regularidad y esperemos que no haya empeoramientos... Y, si no es mucha molestia... ¿podría pedirme un autógrafo para mi hija? Lo sería todo para ella, la adora.
–Por supuesto –Tina sonrió.
Al chico que la había lesionado y le había arrebatado todo, lo había visto por última vez cuando fue a recoger sus documentos en la universidad. Estaba allí, en el pasillo de su facultad. Ni siquiera era estudiante de su universidad… había venido aquel fatídico día para un torneo, desde la facultad de medicina. Y volvió algunas veces más, buscándola. Pero Tina entonces estaba hospitalizada, bajo los goteros, mientras intentaban salvarle el oído, sin poder creer que aquello realmente le estuviera ocurriendo a ella.
Su mayor miedo nunca fueron las serpientes ni las arañas, sino el miedo a lo irreversible.
Con los documentos en la mano lo vio, joven, estudiante de medicina, evidentemente allí para decir algo. Probablemente su rostro, en aquel instante, reflejaba tal terror que el chico se quedó paralizado en la esquina del pasillo, completamente desconcertado. Y Tina se dio la vuelta y echó a correr.
Nunca hubo juicios ni demandas; simplemente no tenía fuerzas para eso. Entonces era una chica sencilla, asustada, y sus padres también lo eran.
Todo siguió su curso, hasta que un año después, un día de primavera, durante otro tratamiento, por fin escuchó el canto de los pájaros mientras estaba sentada en la cama del hospital, con el suero en el brazo. La sensación de presión y el silbido desaparecieron, pero las secuelas quedaron: su oído se volvió más débil, la música más pesada, pero Tina regresó al canto. Se obligó a hacerlo.
El mánager la acompañó al aparcamiento; subieron al coche, un gran Mercedes negro. Al fin todo estaba bien: el corazón se calmó, la rabia se disipó. Lo peor había quedado atrás.
Llegó a casa, soltó los zapatos con un suspiro pesado y corrió al baño a lavarse la cara. No notó en qué momento se quedó dormida entre los almohadones suaves, y cuando despertó, el teléfono fijo sonaba por toda la casa. Tina, adormecida, se levantó –parecía ser de mañana– y descolgó.
–¿Estás bien? ¿Dónde estuviste ayer? ¡Hola! ¿Tina? ¿Dónde desapareciste ayer? No estabas en casa, no contestabas el teléfono. El chófer te esperó medio día frente al edificio. ¡Hola! ¡Hola!... ¿Estás ahí?
Tina no entendía. Abrió la boca para preguntar, confundida, qué demonios estaba pasando, pero por más que lo intentó… no consiguió pronunciar una sola palabra. Se quedó inmóvil, con el auricular pegado al oído, mientras su mánager seguía al otro lado, agitado, llamándola por su nombre.