–La primera vez no es muy agradable, lo sé –los cálidos dedos de Reni soltaron su mano. Se levantó, se acercó a la pizarra, tomó una tiza y escribió unas palabras antes de continuar–: Tal como pensaba… No es tan fácil acceder al recuerdo del día perdido. El enlace se corta. Tengo una idea… no estoy seguro de que te vaya a gustar, pero propongo buscar tus recuerdos clave, revisarlos. Quizás así encontremos un hilo que nos lleve a ese día. Desapareció tu voz, así que podríamos mirar los recuerdos que te formaron como cantante. Tal vez la memoria de aquel día maldito se escondió entre ellos.
Celestina lo observó con sus grandes ojos grises. Quién lo dudaría… Si ya se mete en su cabeza, que lo haga por completo. Seguramente se sorprendería al ver que los recuerdos felices allí eran bastante menos que los traumáticos… Bueno, pues, qué remedio.
Maldición…
Miró el reloj en su muñeca. No podía creer que hubiera pasado una hora.
–Te propongo un descanso, para asimilar todo –notó su mirada hacia la muñeca–. ¿Un almuerzo ligero y café? –echó una mirada a la taza de té que Celestina apenas había tocado–. ¿Vegetariana?
Negó con la cabeza. No.
–Vamos –dijo él, tendiéndole la mano y ayudándola a levantarse del sofá.
Celestina se calzó con cuidado los zapatos otra vez y lo siguió, llevando consigo el cuaderno y la pluma.
La cocina resultó sorprendentemente acogedora, aunque sobria: muebles blanco-grisáceos, mucha luz y salida a una terraza donde había mesas de hierro forjado. En una esquina, sobre una tumbona, dormía un perro muy viejo. Reni la condujo hacia la terraza y la invitó a sentarse. Celestina se acomodó con cautela, como una invitada que no quiere ocupar más espacio del necesario. Él colocó frente a ella un vaso de agua, luego abrió el frigorífico. Había dentro varias cajas de comida para llevar.
–Hay un poco de comida tailandesa, algo de pasta, incluso linguini con setas blancas. Lo trajeron antes de que llegaras. No soy muy cocinero.
Celestina sonrió apenas. Su vida entera se había vuelto una lista de horarios, restricciones, prohibiciones, dietas, básculas en la esquina del gimnasio del estudio… Y ahora, un hombre que simplemente calentaba comida a domicilio sin avergonzarse por ello. Y podía comerlo sin culpa, después de días casi sin probar bocado.
–Esto es pasta con aceite de trufa –dijo él, colocando frente a ella un plato hondo ya caliente–. No es lo más dietético, pero sí bastante nutritivo. Prueba aunque sea un poco.
Celestina tomó el tenedor, y aquello se sintió casi como una celebración. Por fin comida, aire fresco –eso era justo lo que le había faltado todos esos días llenos de nervios.
–¿Sabes? –dijo Reni mientras servía el café–. Siempre pido permiso para hablar durante las comidas, pero esta vez haré una excepción Es parte del proceso, no te asustes. Tengo que contarte un poco sobre mí. Es necesario, no solo por ética, sino también porque te ayuda a sentir que no estás sola en todo esto. Construye confianza, y eso facilita el trabajo con los recuerdos. No diré nada que viole mi juramento como médico –sonrió mientras colocaba las tazas sobre la mesa.
Se sentó frente a ella. Ya no parecía un médico, sino simplemente un hombre a su lado.
–Así que… ¿profesiones, tal vez? –volvió a sonreír, casi con timidez.
Celestina respondió con una leve sonrisa, pero el viento cálido que soplaba en la terraza le dificultaba oír bien. Giró instintivamente la cabeza para escuchar con su oído sano y asintió, dándole permiso para continuar.
–No siempre quise dedicarme a esto –empezó él–. Al principio pensaba ser arqueólogo. Me fascinaban los antiguos textos, los restos de épocas pasadas, los sueños de los pueblos que ya no existen. Pero luego… ocurrió algo. Y comprendí que los vivos también somos un poco ruinas por dentro. Fragmentos de recuerdos, pedazos de sentimientos… que pueden reconstruirse, si sabes cómo. Entonces me volví hacia esta práctica. No exactamente medicina, sino psicoanálisis de la memoria. Aquí lo llaman empatía resonante. No quiero abrumarte con términos, pero tuve la suerte de aprender de maestros muy distintos, viajar por el mundo, formarme y hacer prácticas… Y descubrí que tenía talento, algo interior, especial –rió, casi disculpándose–. No digo que sea un héroe de película… Pero tú tampoco estás aquí por casualidad. Cada quien es un profesional en su campo. Y siempre me alegra encontrar personas que han llegado a la cima. Suelen ser las más sencillas y humildes.
Ella escribió algo en su cuaderno y se lo mostró:
«Me dijeron que eres el único especialista en el continente capaz de ayudarme».
–Soy, con seguridad, el camino más corto para entender lo que te pasó –respondió él–. Existen otros profesionales, sí, pero su método es más largo, más doloroso. –Tomó la taza entre las manos y guardó silencio un momento, como meditando–. Sé que para ti esta experiencia es un choque. No tienes que confiar en mí de inmediato. Pero el proceso que iniciamos avanza mejor cuando se tiende un puente entre nosotros. Aunque sea uno solo. Que sea este almuerzo. La próxima vez pensaremos en otra cosa para después de la sesión.
Celestina sonrió con más sinceridad. Y siguió comiendo. Aquel hombre no se parecía en nada a los médicos que le dejaban diagnósticos como cicatrices.