Almas Gemelas: El juego del silencio

07

Reín la miró tranquilamente por encima de la taza y, sin cambiar el tono, dijo:

–Creo que podemos considerar la sesión de hoy un éxito. Veo que ni tú misma sabías que no todo estaba perdido.

No sonó como un triunfal “te lo dije”, sino como una tranquila confirmación de algo evidente.

Dejó la taza, se movió un poco, como si fuera a terminar la reunión, pero sin levantarse aún:

–Te aconsejaría que hoy no te quedes sola. No por debilidad, sino porque, en momentos así –cuando algo cambia o se abre dentro de ti–, es bueno tener cerca un poco de sonido, de vida, de presencia. Si no hay nadie cercano contigo, ve a un lugar donde haya gente. Aunque solo te sientes con un café y observes. Reínicia tu mente, para estar lista para la próxima sesión.

Ella asintió. Feliz de que la risa se hubiera quedado con ella.

Entonces Reín tomó su cuaderno, lo giró para que pudiera escribir con comodidad, abrió una página en blanco y, con una letra ordenada, escribió en la parte superior:

–Aquí está mi número. Puedes escribirme o llamarme en cualquier momento. Si algo te preocupa, no lo guardes. Muy a menudo somos nosotros mismos quienes no nos damos permiso de aceptar apoyo. Así es la naturaleza humana.

Celestina alzó las cejas, sorprendida; en su interior brilló un pensamiento irónico: «Vaya, ¿en cualquier momento? Parece que el estudio le ha pagado muy bien». Era un intento inseguro de explicar algo extraño: un cuidado sin límites y un tono sin ninguna nota artística o mecánica de médico.

–No te quedes sola mucho tiempo –repitió–. Tómate dos días. Solo descansa. No pienses demasiado, simplemente… . Quiero que llegues a nuestra próxima sesión sin miedo a tomarme de la mano. Y por favor… no seas tan dura contigo misma. Lo que pasó no fue tu culpa. A veces las cosas malas simplemente ocurren. Pero te prometo que descubriremos juntos qué fue lo que realmente pasó… o quién te hizo daño.

Pronunció lo que ella temía pensar. Hasta se le hizo un nudo en la garganta.

–Hasta pronto. Pero no antes de pasado mañana –añadió con suavidad–. No podemos hacerlo todos los días; no daría resultado, y sería una carga demasiado grande, sobre todo al principio. Y no finjas que no tienes mi número, estaré conectado.

Su sonrisa no fue la de un médico, sino la de una persona. Cálida, sincera. Y Celestina volvió a sonreírle. Era simplemente imposible no hacerlo.

Caminaron juntos hacia la puerta.

–Cuídate, Celestina. Hasta pronto –dijo en voz baja, pero con ternura–. Y recuerda: ya estás en camino, aunque sean solo unos pasos. Me alegró oír tu risa. Creo que pronto podremos hablar sin necesidad del cuaderno.

No la tocó –no le dio la mano, no la tomó del brazo–, pero la despedida no por eso fue menos personal.

Ella asintió y agitó la mano, agradeciéndole en silencio, antes de salir por la puerta. El conductor la esperaba junto a la valla, apoyado en el coche; se irguió al verla. Pero Celestina no subió de inmediato.

Se detuvo junto al vehículo, rozó con la mano el metal frío y se volvió lentamente.

La silueta de Reín se recortaba claramente en la ventana: estaba de pie, inclinado sobre la mesa, como si aún estuviera ordenando algo, completamente absorto en sus pensamientos.

Y en ese instante su corazón dio un vuelco: primero, como ante un roce inesperado, y luego más fuerte, tan brusco que le dolió respirar. El pecho se le apretó –no por ansiedad, sino por una emoción demasiado profunda, que no alcanzó ni a aceptar ni a rechazar. Como un destello.

Apretó la mano sobre la manija de la puerta del coche y pensó: «Oh, no, no, no. No puede ser. No debe ser».

Y luego se sentó rápido en el auto, sin mirar atrás más, porque sintió que un poco más y todo se haría pedazos si lo miraba una vez más en ese momento.




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