Almas Gemelas: El juego del silencio

08

Todo lo que él le había aconsejado, ella lo hizo –casi de forma automática. El paseo por el parque fue corto; se escondió tras unas gafas grandes. Pasó un rato con su mánager, en silencio, más por compromiso que por deseo. Él hablaba, intentaba bromear, pero en su cabeza no había nada. Solo vacío.

Y solo al atardecer del día siguiente, cuando por fin se quedó sola en la casa mirando por la ventana la puesta del sol, la verdadera ola la alcanzó.

Su corazón se agitaba con fuerza: «¿Y si la voz no vuelve? ¿Y si es para siempre?»

No lo soportaría.

No era solo miedo, era una especie de pánico profundo, casi físico. No podía dormir. El aire parecía demasiado pesado, la noche, demasiado larga.

Intentó reírse. Fingirlo. Pero no salió ningún sonido.

Caminaba por las habitaciones, tocaba las cosas, las teclas del piano, pero no podía ni tocar, ni cantar, ni quedarse callada en paz. Pensó varias veces en escribirle a Reín, pero se detuvo: ¿qué iba a decirle? La gente normal duerme a esas horas. Mejor no molestarlo.

Solo cerró los ojos al amanecer: un sueño breve, más parecido a un apagón que a descanso. Sin alivio alguno.

La entrevista de la mañana en la radio, por supuesto, fue cancelada. No le importó. Por primera vez en su vida.

Lo único que temblaba un poco dentro de ella era la espera. El encuentro con él. Lo más esperado del día.

Se vistió como él le había pedido: una camiseta blanca ligera, pantalones sencillos, holgados y sin ceñir, y sandalias. Dejó el cabello suelto, el rostro casi sin maquillaje: solo un toque ligero.

La hora de la cita ya la había coordinado el mánager, así que sabía cuándo llegar. Se acercó a la puerta de la casa... Pero no alcanzó ni a levantar la mano cuando la puerta se abrió sola. Él ya estaba allí, como si la hubiera sentido.

–Buenos días –dijo con suavidad, con esa sonrisa tranquila de siempre–. Me alegra mucho que estés aquí. No estás sola, y hoy todo juega a tu favor. Incluso el sol. ¿Lo ves?

El día, en efecto, era radiante, sin una sola nube.

Continuó:

–¿Quieres café? –levantó un dedo–. ¿O chocolate caliente? –añadió otro.

Celestina repitió el gesto, levantando dos dedos: el segundo.

Con un movimiento amable, él le indicó que entrara, y ella cruzó el umbral. Dentro de su casa todo parecía más fácil. Notó un detalle nuevo: en el salón, en un jarrón, había peonías blancas frescas.

Volvieron a sentarse en su despacho. Él corrió parcialmente las cortinas para suavizar la luz. Así se sentía más acogedor. Celestina, sin pensarlo, se quitó las sandalias y subió las piernas al sofá; hoy realmente se sentía un poco más relajada. Lo observó. Bajo el cuello abierto de su camisa se distinguían sus clavículas marcadas.

–No me escribiste –dijo Reín con calma, observando su rostro–. Pero, por las ojeras que tienes… creo que me necesitabas. Podría haberte ayudado.

Ella lo miró, sorprendida por sus palabras.

–Lo siento –añadió casi en un susurro–. Pero aun así, te ves bien. Incluso sin haber dormido.

Mientras Celestina se acomodaba mejor, tomó su cuaderno y acercó la taza de chocolate caliente. Reín guardó silencio un momento, dándole tiempo.

–¿No tuviste pesadillas? –preguntó con cautela, poniéndose unas gafas de montura negra elegante.

Celestina bajó la mirada al cuaderno y escribió:

«Yo no dormí mucho, ya ni me acuerdo».

–Si de repente hay sueños, pesadillas… Yo también querría verlos. Que tú me los mostraras. Pero por ahora es demasiado duro, así que no te lo pediré. Volvamos a lo que empezamos. Intentemos mirar tus recuerdos clave como cantante.

Su voz cambió: ya no era esa entonación suave y tranquilizadora a la que ella se había acostumbrado, sino algo más contenida, como si él estuviera un poco desorientado. Ella notó el cambio, aunque no se detuvo a profundizar.

Reín le permitió terminar su chocolate, cerrar los ojos, y, como la vez anterior, tomó su mano.

Dijo:

–Confía en mí. No te haré daño ni te lastimaré.

Y ella confiaba. Tenía que confiar.

Pero el intento falló. Ante sus ojos parpadeaban fragmentos —demasiado rápido, demasiado caóticos. La escuela de música. La primera entrevista. El mánager Denny, que sonreía con demasiada seguridad y la miraba como a una muñeca en un escaparate. La caída en el escenario durante la coreografía. Voces en la multitud. Ignoró el recuerdo de la pelota y el golpe en la cabeza, porque ese no era el problema que debía volver a sacar a la superficie.

–Espera –Reín detuvo con suavidad el torrente de imágenes–. Estás intentando elegir qué es lo importante. Así no funciona. Lo importante se muestra solo. Tienes que aprender a guiarte dentro de tus propios recuerdos. Será más fácil. Por eso… te propongo ver uno de los míos. Te dejaré hurgar en mi cabeza –rió con suavidad.

Ella se quedó inmóvil. Se tensó por dentro.

Lo miró y escribió en el cuaderno:




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