Almas Gemelas: El juego del silencio

09

Celestina cerró los ojos, y casi de inmediato el mundo cambió. No fue una sensación ni un sonido, sino primero… un aroma.

El olor fue lo primero que la envolvió. Era tan real, tan denso… Flores. Pero no las que conocía –no peonías del camerino, ni rosas del escenario–, sino otras, distintas.

La imagen ante sus ojos comenzó a aclararse, la oscuridad dio paso a los contornos de un jardín. El aire estaba lleno de jazmín, naranjos y flores silvestres. Y esa brisa fresca…

Ante ella se extendía un prado. Jazmín, igual que junto a su casa…

La voz de Reín sonó a su lado:

–Esto es Mysore, Karnataka… India.

Estaban de pie uno al lado del otro, en la hierba alta hasta las rodillas, mirando en la misma dirección. Un poco más allá, bajo un gran árbol cuyas ramas colgaban casi hasta el suelo, estaba sentado otro Reín. Él mismo.

Su Reín seguía a su lado, mostrándole aquella escena, pero sin soltar su mano. Celestina bajó la mirada hacia sus dedos entrelazados, quiso decir algo –las mejillas le ardían–, pero una vez más no salió ningún sonido de su garganta.

Solo exhaló, y volvió a mirar al otro Reín bajo el árbol.

Él estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una alfombra delgada; a su alrededor, libros abiertos y otros esparcidos sin orden. Su espalda ligeramente encorvada, los hombros caídos, el rostro cubierto por una mano. Entre sus dedos caían lágrimas.

Celestina oyó su llanto y se sorprendió de que Reín la hubiera llevado a un recuerdo tan íntimo. No todos los hombres aceptarían mostrar que alguna vez lloraron… y, sin embargo, él se lo enseñaba a ella.

– Fue un día triste – dijo Reín en voz baja, sin apartar la vista de su yo pasado. – Para entonces ya había terminado los estudios, había recibido el diploma – continuó tras una pausa. – Luego me fui a la India para hacer una práctica adicional. El médico local con el que estudiaba era un hombre estricto y extremadamente sabio. Pero me parecía que no estaba a la altura.

En el rostro del otro Reín, el que lloraba bajo el árbol, apareció un leve temblor. Cerró los ojos, apretó un libro contra el pecho y respiró hondo, como si intentara no ahogarse.

Reín, el que estaba junto a ella, explicó:

–Ese día me derrumbé. Pensé que había desperdiciado mis años, el dinero de mis padres… Que no había nada especial en mí. Que todos mis intentos de ayudar a la gente eran solo una ilusión. Me sentía un impostor. Lo bastante inteligente para aprobar los exámenes, pero no lo bastante fuerte para ser realmente útil a alguien.

Celestina sintió un nudo en el pecho.

–Incluso aquí –cambió de tono él–, tú, Celestina, sigues sin poder hablar. Tu subconsciente también ha perdido la voz. Eso me dice que el problema es más profundo de lo que imaginaba. Y estoy dispuesto a mostrarte cosas personales, para que sepas que puedes mostrarme cualquier cosa. Que no hay vergüenza. Todo está bien, porque se trata de tu recuperación. Puedes confiar en mí.

Lo decía con tanta calma, con tanta sinceridad, que el corazón de Celestina empezó a latir más rápido… pero no de miedo, sino por sus palabras.

–Sigamos –dijo él, apretando su mano.

Un instante. Y se encontraron en otro lugar.

Celestina se sentía como si aquello fuera una cita muy sincera y abierta…

Seguían de pie uno al lado del otro, como si contemplaran una obra de teatro, pero todo era demasiado real. La habitación era sobria, sin detalles superfluos. Paredes beige cálidas, cortinas pesadas, un sillón de cuero con respaldo alto. Todo guardaba silencio, salvo el sonido del lápiz que se deslizaba lentamente sobre el papel.

En el sillón estaba sentado Reín; en el calendario de la pared, la fecha: exactamente un año atrás. Parecía agotado. Manos entrelazadas, hombros tensos. Su mirada fija en la ventana.

–Es mi terapeuta –le explicó a Celestina, apretando un poco más sus dedos.

El terapeuta escribía algo en su cuaderno.




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