Almas Gemelas: El juego del silencio

12

Escribió la dirección, exhalando con dificultad. Tal vez él solo le enviaría algo… pediría un reparto, algo así. O tal vez… vendría de verdad.

Pero no tenía fuerzas para pensarlo. Celestina estaba agotada, rota por la noche, porque de noche todo dolía más y las lágrimas siempre eran más abundantes. Simplemente se levantó, se puso una bata ligera, salió de la casa y se sentó en el porche, abrazándose los codos.

Cuando respirar se volvió demasiado difícil, por primera vez en su vida sintió que no quería soportar el dolor en silencio, con los dientes apretados, sino simplemente que alguien la consolara. Porque ni siquiera poder hablar en sueños… era demasiado. Dormir solía ser su refugio. Los sueños solían ser su salvación: en ellos oía bien y se soñaba a sí misma con su verdadero color de cabello. En los sueños tenía que estar bien.

Los faros iluminaron el camino frente a la casa. El coche se detuvo despacio. Celestina sintió cómo el corazón le latía más rápido, demasiado fuerte. Tenía que recomponerse rápido para no parecer del todo miserable y asustada.

Se forzó a ponerse de pie, caminó descalza sobre las losas frías, se acercó al portón y giró la cerradura. Las manos le temblaban al comprender lo absurdo de la situación. ¿Desde cuándo un terapeuta va a casa de su paciente a medianoche? Así, sin más. Seguramente su discográfica le había pagado muy generosamente…

Él entró en el patio, bajó del coche –también un Mercedes, pero más grande, mucho más–. Reín sonrió con tristeza, ladeó la cabeza y la observó en silencio, con esos ojos que parecían leer incluso el temblor de sus pestañas.

–¿Descalza? –preguntó.

Ella se encogió de hombros.

Ella deseaba tanto que la abrazara y la consolara… y él extendió los brazos. Pero en lugar de abrazarla, posó suavemente las palmas sobre sus sienes. Las yemas de los dedos cálidas, el aroma a gel de ducha y un leve olor a cigarrillo.

–¿Me permites… ver tu sueño? –preguntó con voz clara, pero dulce.

Ella negó con la cabeza. No. No ahora. Sería tan indiscreto… si él lo viera y supiera que había soñado con él, sería… de alguna manera… Celestina se encogió.

Celestina se encogió, avergonzada.

Él entendió la negativa, pero no retiró las manos. Solo apartó con cuidado un mechón pegado a su mejilla húmeda.

Y ella no pudo más. Las lágrimas brotaron solas. Celestina se arrojó a sus brazos –así, sin pensarlo, como hacía años que no se permitía hacerlo con nadie–. En la oscuridad era más fácil confiar en los sentimientos. En la oscuridad no hacían falta palabras, ni notas escritas, ni explicaciones.

Su cuerpo era cálido, fuerte, con esa firmeza que tanto le faltaba. Lo rodeó por el cuello, lo apretó con desesperación y alivio al mismo tiempo. Por un momento, todo pareció más liviano.

La mente se despejó, la respiración se calmó, y exhaló sobre su hombro, apoyándose en él.

Reín la abrazó a su vez, suave pero decidido, atrayéndola hacia sí por la cintura, y ella sintió cómo, en un instante, el hombre deslizó con cuidado los dedos entre su cabello.

Su voz tuvo efecto inmediato:

–Shhh… no te preocupes tanto –susurró junto a su oído, tranquilizador, tierno–. Lo arreglaremos todo. Llegaremos a tiempo. Todo estará bien… porque yo te ayudaré. Respira. Solo respira conmigo. No es el fin, es solo una noche más…

En sus brazos, Celestina realmente creyó que él podía arreglarlo todo, que nunca más tendría que renunciar a la música. Que no volvería a perderlo todo.

Pero cuando se permitió acercarse un poco más, cuando quiso aferrarse a él con más fuerza… algo cambió.

El pecho se le contrajo, no de ternura, sino de dolor. Un dolor agudo, insoportable. Como si algo la desgarrara desde dentro.

Se quedó inmóvil, asustada, y en ese mismo instante sintió cómo el cuerpo de él también se tensaba, cómo sus puños se cerraban.

Reín habló otra vez:

–Aunque guardes silencio… igual te escucho.

Cuanto más cerca estaba de él, más profundo era el dolor.

Solo un instante más de su presencia, de su aroma mezclado con la noche húmeda del verano… y ya no lo soportó. Se apartó bruscamente, como si se hubiera quemado.

Reín también dio un paso atrás, respirando con dificultad, sin apartar la mirada de ella. Estaba tenso, con los puños aún cerrados.

Celestina lo miró, sin comprender. En cuanto lo soltó, el dolor empezó a disminuir.

Buscó respuestas en sus ojos –oscuros, preocupados, confundidos–.

Y entonces él dijo algo que pretendía ser explicación:

–Lo siento, pero… esto traspasa los límites de mi juramento, que me ata. Lo siento. Pero… los abrazos sobran. Invítame a entrar y trataré de ayudarte a calmarte y a desentrañar el sueño mientras aún lo recuerdes.

¿Había venido solo para ver su sueño antes de que se desvaneciera?

Celestina se llevó las manos al pecho, intentando contener el pulso doloroso, sin entender. ¿Qué tenía que ver el juramento con eso? ¿Por qué un simple abrazo dolía así? Solo era un abrazo. ¿Él también había sentido el dolor?




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