Almas Gemelas: El juego del silencio

13

Estropear su propio tratamiento con una relación con él… No. Era una mala idea, no encontraría otro terapeuta así. Pero cómo deseaba decirle simplemente: «Eres adorable». Tan adorable, increíble…

El deseo de pronunciarlo era tan fuerte que Celestina casi daba un salto en el sitio, presionando las manos contra el pecho. El corazón le latía con dolor, pero esos breves abrazos valían toda la pena. Solo que... no quería que a él también le doliera.

Echó una mirada hacia la puerta de entrada y, sin volverse, caminó en esa dirección. Con un gesto apenas perceptible, llamó a Reín para que la siguiera.

En la terraza agarró el móvil olvidado, escribió rápido en borradores y le tendió la pantalla:

«No quiero arruinarte la noche, probablemente no debería haber entrado en pánico. Lo contaré todo en la sesión. Sé cómo calmarme. Mejor daré un paseo corto. Perdona el mensaje a deshoras.»

–Pero ya estoy aquí. Y… esto… no es la mejor idea –respondió Reín en voz baja, mirándola con leve inquietud; su tono tan quedo era difícil de oír para Celestina, y eso la enfurecía–. No es muy seguro. Si no quieres verte en las noticias de la mañana, los suburbios de noche no son el lugar más tranquilo.

A Celestina, para distraerse, realmente le bastaría llegar hasta el supermercado abierto las veinticuatro horas en la esquina, comprar un poco de chocolate y volver a casa.

Ya estaba extendiendo la mano hacia el teléfono para escribirle algo en respuesta, pero Reín se adelantó:

–Hagamos algo distinto… Vístete, y te llevaré a dar una vuelta por la ciudad. Cambiemos un poco la escena, ¿sí? Y luego… me contarás ese sueño. Un poco al menos, mientras lo recuerdes. Si no quieres mostrarlo, descríbemelo con palabras.

Estaban en el salón, a media luz, en silencio, y el mundo fuera de la ventana parecía lejano. Celestina lo miraba fijamente: era fácil enamorarse de un hombre así. Era terrible…

Y pensó: “Primero mejor escuchar todo lo que quiere decir… Luego ya responderé. Si hubiera escrito lo del supermercado, no me habría propuesto esto. Y yo lo quería…”.

Era tan agradable que las paredes de su consulta… se derrumbaran. El mundo se había vuelto más amplio. Asintió y con un leve movimiento de la mano le indicó el sofá, como diciendo: siéntate, espera un momento. Reín sonrió apenas, con las comisuras de los labios, y se sentó en silencio para esperarla.

Ella se arregló rápido. Se detuvo frente a él, con un vestido negro, serena, pero con una mirada en la que brillaba el mismo deseo de simplemente recorrer con él la ciudad dormida, de estar cerca de un buen hombre. Ver cómo los faroles destellaban en el cristal. Y no pensar. Solo sentirse libre: del trabajo, de todos, salvo de ese hombre que, por alguna razón, parecía empeñado en salvarla incluso en mitad de la noche.

Reín conducía en silencio, sin demasiada prisa. Por la ventanilla desfilaban las luces nocturnas de la ciudad; los faroles dejaban rastros sobre su rostro, sobre sus manos. En el interior hacía fresco y olía agradablemente a algo entre chicle y sandía… el auto debía de venir recién lavado. Y aunque ninguno de los dos decía nada, él estaba allí. Conducía… para ella.

De pronto, el coche se detuvo suavemente. Delante de ellos se extendía la valla oscura de un parque de atracciones, y detrás, las siluetas inmóviles de la noria, los toboganes y los puestos de algodón de azúcar. Pero ya era muy de noche.

Reín apagó el motor, salió del coche, rodeó el vehículo y abrió con cuidado su puerta, tendiéndole la mano.

–Vamos. Si vamos a cambiar la escena, que sea por algo bonito.

Ella tomó su mano y salió del coche.

Cerca de allí, en una caseta de madera, brillaba una lámpara.

Un joven guardia, de unos veinte años, levantó la cabeza del teléfono, reconoció a Reín y sonrió.

–Le avisaré al dueño que ha vuelto usted por aquí –dijo con un matiz de ironía amistosa apenas perceptible.

¿Otra vez aquí?... ¿Traía a sus pacientes a este lugar? Celestina se tensó.

–Sí. Perdona, es tarde. ¿Solo unos minutos? Solo la noria.

–Sin problema –respondió el chico, sacando las llaves. Echó un vistazo a Celestina, pero no la reconoció; seguramente su estilo musical no era el suyo–. Ahora mismo la pongo en marcha.

Avanzaron juntos hacia el interior del parque.

Reín explicó:

–Una vez vine aquí con un amigo, bueno, un antiguo compañero de universidad. Dejó medicina hace tiempo, y ahora es el dueño de este parque. Solo estábamos despejándonos un poco. Por eso tengo ciertos privilegios aquí.

El silencio los envolvió.

Y de pronto… un recuerdo. Ella solo había estado en un parque así una vez. Era pequeña. Llevaba un abrigo viejo, iba con sus padres, que no podían permitirse mucho, pero aquel día fue una fiesta. Solo una vez. Una. Luego creció, la vida dio un vuelco, y siempre estuvo apurada. Hacia el escenario. Hacia los contratos. Hacia el dinero. Las diversiones infantiles dejaron de tener sentido, y de ser posibles.

Reín, sin prisa, se inclinó hacia ella:

–Todo esto es para ti. Por si te apetece probar algo más.




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