Cuando se volvieron a encontrar, justo empezó una tormenta ventosa. El conductor acompañó a Celestina hasta la puerta bajo el paraguas. A veces aquel hombre podía ser guardaespaldas, cargador o lo que hiciera falta; tenía tantas funciones que parecía que solo por casualidad era chófer, y Celestina ya se había acostumbrado a su presencia. Pero ahora le sobraba.
¿Quizá por eso Reín la recibió tan contenido? ¿Tal vez ese silencio entre ellos era por el conductor, el paraguas, el cielo gris?
Y después… todo conocido. El perro dormido en el salón. La bebida en la mesita del despacho, pero esta vez té de frutas con hielo… y el despacho con luz tenue… ahora con el rumor de la lluvia en la ventana.
Aquella vez las gafas de Reín colgaban del cuello en una cadena de plata. Tan simpático; nunca había visto a nadie llevar las gafas así cuando se las quitaba.
Ella lo había echado de menos. En todos esos días los pensamientos sobre él habían ido germinando en su interior, profundas, pero pensar en él no le dolía en el pecho. Y ahora, con él allí, sentada frente a él, el recuerdo de su impulso le apretó el corazón.
Él callaba sobre lo que pasó en la noria. Como si no hubiera existido aquel beso en que la apretó contra sí y se hundió en sus labios con tanta pasión que Celestina olvidó por un instante que estaban como en un sueño, atrapados en su recuerdo, no en la realidad.
Celestina cogió el bloc del escritorio y escribió:
«¿Qué sacaste en claro de ese recuerdo en la sala? ¿Había algo importante, verdad?»
Reín, sin dudar, respondió mientras se ponía las gafas:
–Sí. Muy importante. Tu entorno. Es… demasiado negativo, pero lo percibí de forma distinta, fue la primera vez que lo sentí así. Vi un destello rojo en un par de ojos. Tú no lo notaste. Pero entendí de inmediato que el clavo lo colocó la chica del traje rojo. Estaba en un rincón de la sala, como apartada. Había algo raro en ella.
Los ojos de Celestina se abrieron. No tenía sospechas sobre esa chica de la que él hablaba…
Escribió deprisa:
«¿Cómo lo viste?»
Reín bajó la mirada y esbozó una sonrisa en un rincón de los labios:
–Realmente veo más que otros. Lo que vi allí parece una huella, algo muy inusual. Si juntamos suficientes piezas del rompecabezas, lo entenderemos todo. Pero necesito más. Tus recuerdos son como un camino. Si me muestras más, sabré por dónde seguir –le tendió la mano–. ¿Empezamos? –sus dedos rozaron su palma–. Muéstrame algo más importante. Tengo que asegurarme de haber interpretado bien.
Y ella volvió a sentir ese corto latigazo de dolor en el pecho.
Cierto… si se permitía demasiado, dolería. Pero él aún no sabía de su dolor, no sabía que ella también estaba atada por un contrato. Al fin y al cabo… el día en que firmó aquel contrato también importaba. Así que…
Celestina cerró los ojos, dispuesta a mostrarle todo.
Sintió que el corazón de Reín latía muy deprisa también. Nadie, viéndolos desde fuera, adivinaría que sus corazones latían con tal tensión frenética.
Un instante… y él la ayudó a ver el recuerdo desde afuera.
Allí estaba Celestina sentada en el despacho del director del sello. Un espacio amplio y estéril, con madera oscura y cara, una gran ventana y una luz fría: la planta alta de un rascacielos en la capital. A su lado, su abogado, un hombre joven con una calma ensayada en el rostro. Al otro lado de la mesa, el director de la compañía, las sienes salpicadas de canas y la mirada depredadora de un hombre que cambia de mujeres como de guantes. Cerca de él, otro abogado, varias personas del equipo, todos con trajes de negocios como en la portada de una revista.
Celestina sostiene una carpeta gruesa. El documento con el logotipo de la compañía tiene un marcador justo donde debe firmarse. Pasa las páginas despacio. Se detiene en las cláusulas, las relee. Su abogado le explica en voz baja qué es cada cosa.
–Esta cláusula es sobre las condiciones de las giras –susurra–. Esta, sobre la responsabilidad financiera en caso de ruptura; sanciones muy altas, pero ya lo hablamos. Esta, sobre preservar la imagen.
Ella simplemente asiente, escucha, toma nota mental.
Y entonces hay una pausa. Una línea. Una cláusula. Parece sencilla, pero…
–«Ninguna relación romántica o sexual que pueda hacerse pública o dar lugar a interpretaciones engañosas por parte del público… durante el tiempo que se preste servicio a la compañía» –lee el abogado en voz alta y suelta un pequeño resoplido–. Es, literalmente, una prohibición de mantener relaciones, porque en general cualquier vínculo podría hacerse público por accidente o…
Reín, junto a ella mientras observan la firma del contrato, aprieta su mano un poco más. Hasta entonces había permanecido en silencio, mirando. Luego se vuelve hacia ella de repente. Sus ojos están llenos de asombro. No suelta su palma, pero busca en su mirada una explicación. Ella no puede decir una palabra. Baja los ojos y sacude la cabeza ligeramente: te lo explicaré después.
Entonces el director del sello habla tranquilo, con una sonrisa, pero con firmeza:
–El escenario necesita una estrella pura. Intacta. Un lienzo para los sueños. El público debe poder imaginarse a sí mismo junto a ti. No junto a otra persona. ¿Entiendes? Eso nos da dinero… y te dará a ti dinero. Créeme, es una buena cláusula.